El albatros racista

La ciencia social, Jörg Haider y Widerstand

Dios os guarde, antiguo marinero
De las fieras que os fastidian de este modo
Por qué me miráis así ‹Ballesta en mano
al albatros tiro

Samuel Taylor Coleridge
The Rhyme of the Ancient Mariner, II. 79-82

 

En el poema de Coleridge, un barco es arrastrado fuera de curso a merced del viento y del mal tiempo. El único solaz de los marinos es un albatros que llega a visitarlos, y con quien comparten su comida. Pero el marinero de Coleridge lo abate, por alguna razón desconocida ­quizá mera arrogancia. Como resultado de esta mala acción, los dioses los castigan y todos en el barco sufren. Al marinero, los otros le cuelgan el pájaro al cuello. El albatros, símbolo de amistad, deviene en símbolo de culpa y vergüenza. El marinero es el único sobreviviente de aquel viaje y pasa el resto de sus días obsesionado con lo que ha hecho.

El albatros vivo es el otro que se abre a nosotros en tierras extrañas y lejanas. El albatros muerto que cuelga de nuestro cuello es el legado de nuestra arrogancia, nuestro racismo. Estamos obsesionados por éste, y no hallamos paz.

Hace más de un año me pidieron que fuera a Viena a hablar sobre las ciencias sociales en una era de transición. Mi plática estaría en el contexto de una serie titulada Von der Notwendigkeit des Überflüssigen – Sozialwissenschaften und Gesellschaft. Acepté encantado. Creía llegar a la Viena que había tenido un glorioso papel en la construcción del mundo de las ciencias sociales, especialmente en la era de Traum und Wirklichkeit,1 Viena fue el hogar de Sigmund Freud, para mí la figura más importante en las ciencias sociales del siglo XX. O, al menos, Viena era su hogar hasta que se vio forzado por los nazis a huir a Londres el año en que murió. Viena fue también la casa, una buena parte de sus vidas, de Joseph Alois Schumpeter y Karl Polanyi. Pese a ser hombres con opiniones políticas muy opuestas, fueron desde mi punto de vista los dos eco-nomistas políticos más importantes del siglo XX, y ninguno de los dos está suficientemente reconocido ni celebrado. Viena fue el espacio de mi propio maestro, Paul Lazarsfeld, cuyas innovaciones metodológicas y su investigación orientada a las políticas comenzaron con Arbeitlosen von Marienthal, un estudio que realizara con Marie Jahoda y Hans Zeisel. A esta Viena quería yo llegar.

Como es sabido, acaban de pasar las recientes elecciones en Austria, y la consecuencia, que bien pudo evitarse, fue la inclusión del Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ2), en el gobierno. Otros Estados de la Unión Europea (UE) reaccionaron con virulencia ante este cambio en el régimen, y suspendieron sus relaciones bilaterales con Austria. Tuve entonces que reconsiderar mi viaje, y dudé. Si finalmente llegué a Viena fue por dos razones. Primero, quería afirmar mi solidaridad con la otra Austria, que se ha manifestado visiblemente desde la instalación del nuevo gobierno. Y segundo y más importante, decidí asumir mis propias responsabilidades como científico social. Todos hemos abatido al albatros. Éste cuelga de todos nuestros cuellos, y debemos luchar con nuestras almas y nuestro pensamiento para reparar, reconstruir y crear un sistema histórico de otro tipo, uno que vaya más allá del racismo que aflige al mundo moderno tan profunda y vorazmente. Hoy he retitulado mi intervención en Viena para que se llame: “El albatros racista: la ciencia social, Jörg Haider y la Widerstand.”

En la superficie, lo que ocurrió en Austria parece muy simple. Durante varias legislaturas sucesivas, Austria estuvo gobernada por una coalición nacional de los dos partidos más importantes e influyentes, el Partido Socialdemócrata Austriaco (Sozialdemokratische Partei Österreichs, SPÖ) y el Partido Austriaco del Pueblo (Österreichische Volkspartei, ÖVP), uno con tendencia centro izquierdista y el otro situado a la centro derecha, demócrata cristiano. Su voto combinado, alguna vez avasallador, declinó durante los noventa. En las elecciones de 1999, el FPÖ obtuvo por primera vez el segundo lugar en la votación, sobrepasando al ÖVP, si bien por algunos cientos de votos solamente. Las subsecuentes pláticas entre los dos partidos dominantes para seguir funcionando como coalición nacional fracasaron y el ÖVP prefirió asociarse con el FPÖ. Esta decisión molestó a mucha gente en Austria, incluido el presidente Klestil. Pero el ÖVP persistió y se formó el nuevo gobierno.

Tal decisión enojó también ­ y habría que añadir, sorprendió ­ a los dirigentes políticos de otros Estados de la Unión Europea, que decidieron colectivamente suspender relaciones bilaterales con Austria. Pese a que algunas voces han cuestionado si hubo cordura en esto, la Unión Europea se ha mantenido en su posición. Esto a su vez molestó a muchos austriacos y no sólo a aquellos que apoyaran la formación del presente gobierno, también a muchos de sus oponentes. De estos últimos, algunos arguyeron que la UE sobrestimaba los peligros de incluir al FPÖ en el gobierno. “Haider no es Hitler”, fue una formulación común de esta postura. Otros argumentaron que en todos los demás Estados de la UE uno podría hallar equivalentes de Haider, y en cierto grado, incluso en sus gobiernos. Por tanto, reclamaron estas personas, es muy hipócrita de parte de la UE el tomar acciones como las acordadas. Por último, algunos austriacos dijeron (como también lo hicieron algunos europeos) que lo apropiado hubiera sido que la UE esperara, y que si el nuevo gobierno austriaco incurría en algo reprensible, entonces sí sería el momento de actuar. Mientras tanto, al interior de la propia Austria, se ha lanzado un movimiento de Widerstand que sigue vigente.

He tomado como objeto de mi análisis no el FPÖ como partido, ni su plataforma, sino la fuerte reacción de la UE a la inclusión de este partido en el gobierno de Austria, la contra reacción austriaca y la Widerstand. La reacción y la contra reacción sólo podrán entenderse si cambiamos nuestro foco analítico de Austria propiamente dicha al sistema-mundo como un todo, a sus realidades y a lo que los científicos sociales nos vienen diciendo de éstas. Propongo entonces observar este contexto mayor en cuatro cuadros temporales: el sistema-mundo moderno desde 1989; el sistema-mundo moderno desde 1945; el sistema-mundo moderno desde 1492, y el sistema-mundo moderno después del 2000. Estas son fechas simbólicas, por supuesto, pero los símbolos son muy importantes en este caso. Nos ayudan a discutir las realidades y la percepción de las mismas. Al hacerlo, espero estar expresando mi solidaridad con la Widerstand austriaca, y espero estar asumiendo mis propias responsabilidades, morales e intelectuales, como científico social.

1. El sistema-mundo desde 1989

En 1989, el llamado bloque socialista de naciones se colapsó. Los países de Europa central y del Este que habían estado controladas por la doctrina Brezhnev (y lo que es más importante, por el acuerdo de Yalta), afirmaron con efectividad su autonomía política de la Unión Soviética y cada uno procedió a desmantelar su sistema leninista. En dos años, el Partido Comunista de la Unión Soviética se disolvió, y de hecho la URSS se fragmentó en quince unidades constituyentes. Aunque el devenir de los Estados Comunistas fue diferente en el Este asiático y en Cuba, el panorama cambió poco si miramos las consecuencias que estos happennings de Europa del Este tuvieron sobre la geopolítica del sistema-mundo.

A partir de 1989, se ha concentrado mucha atención en los países antes comunistas. Los científicos sociales han dictado innumerables conferencias en torno a la llamada transición, al punto de que hoy hablamos de “transitología”. En las zonas que antes formaron la República Federal de Yugoslavia y en las áreas caucásicas de la Unión Soviética, han ocurrido numerosas guerras civiles bastante horribles, en las que en varios casos se involucraron activamente los poderes externos. Muchos científicos sociales han analizado esta violencia bajo los encabezados de “purificación étnica”, un fenómeno que aseguran es resultado de hostilidadesétnicas de larga duración. Incluso en aquellos Estados que escaparon de la violencia interna de alta intensidad, tales como la República Checa, Hungría y los Estados Bálticos, hay recordatorios desagradables de un resurgimiento de posibles tensiones étnicas. En el mismo periodo, han ocurrido también guerras civiles de gran escala semejantes, y otras de baja intensidad, en muchas partes de África y en Indonesia, para tomar los casos más obvios.

En el mundo pan europeo (término que identifico con Europa occidental más Norteamérica y Australasia pero que no incluye Europa Central y del Este), el análisis de estas guerras civiles se ha centrado en la supuesta debilidad de las sociedades civiles en estos Estados y el bajo nivel de su preocupación histórica por los derechos humanos. Cualquiera que haya leído la prensa de Europa occidental no puede dejar de notar el grado en que, en lo que se ha dado en llamar un mundo post comunista, la atención a estas áreas, antes comunistas, sitúa su foco en un “problema”. Y el “problema” se define de facto como la ausencia de un nivel mayor de modernidad en estas áreas ­ supuestamente presente en el mundo pan europeo.

Mientras tanto, sorprende qué tan poca atención le han prestado la prensa, los políticos y en especial los científicos sociales, a lo ocurrido desde 1989 en el mundo pan europeo. Los regímenes políticos que construyeran sus lógicas nacionales sobre el hecho de estar implicados en una “guerra fría”, descubrieron de pronto que los arreglos sustentados por cuarenta años le resultaban inútiles a los votantes y a los propios políticos. Por qué tener en Italia un sistema de pentapartiti (y su tangentopoli3) construido en torno a la mayoría permanente de Democracia Cristiana, si no había más guerra fría. ¿Y el resultado de estas dudas? Los principales partidos conservadores en el mundo pan europeo se desquebrajan, rasgados por las divisiones entre los nuevos ultras del liberalismo económico y un conservadurismo más social, sea de la variedad que desea que el Estado rectifique la moralidad degradada de la ciudadanía o de la variedad que preserva una preocupación paternalista por las redes de salvaguarda social. Y tales facciones pelean unas con otras entre los simpatizantes temerosos de que, en el remolino, sus posiciones sociales y su ingreso se vean seriamente amenazados.

Entonces. Qué pasa con los partidos de centro-izquierda, muchos de los cuales se dicen social demócratas. También estos partidos están en problemas. Con el colapso de los comunismos culminó de facto una desilusión que venía expandiéndose hacia la Vieja Izquierda en sus tres versiones principales ­ los partidos comunistas, los partidos social demócratas y los movimientos de liberación nacional ­ una desilusión que asomó dramáticamente en la revolución mundial de 1968. Este desencanto fue la consecuencia, no tan paradójica, del éxito político obtenido por estos movimientos: haber llegado al poder en todo el mundo. Porque una vez en el poder, estos movimientos se mostraron realmente incapaces de cumplir su promesa histórica de que si obtenían el poder del Estado, estarían en posición de construir y construirían una nueva sociedad, es decir, transformarían la sociedad sustancialmente hacia un mundo más igualitario y más democrático.

En Europa occidental, la Vieja Izquierda quería decir en principio los social demócratas. Y lo que ocurre es que desde 1968, pero más desde 1989, la gente podrá votar por tales partidos como pis aller,4 pero nadie baila en las calles cuando ganan una elección. Nadie espera que se produzca con esto una revolución, ni siquiera una pacífica. Y los más desilusionados son sus propios líderes, reducidos al lenguaje centrista de der Mitte. Con tal desencanto por los partidos de la Vieja Izquierda viene un distanciamiento de las estructuras del Estado en sí mismas. Antes, las poblaciones toleraban a los Estados, incluso se les elogiaba su carácter de agentes potenciales de transformación social. Hoy se les comienza a mirar primordialmente como agentes de corrupción que hacen uso innecesario de la fuerza. Ya no son el baluarte del ciudadano sino una carga.

De esta descripción puede desprenderse que Austria es una instancia más de esta tendencia general pan europea. ¿Por qué crear una coalición nacional en un una era post comunista? ¿Por qué votar siquiera por partidos que parecen interesados primordialmente en Proporz?5 Es en este contexto que el FPÖ obtuvo el 26.9% de votos el 3 de octubre de 1999. Es sin duda el porcentaje más alto obtenido por partido alguno de extrema derecha en cualquier país europeo desde 1945. En 1995, el Frente Nacional de Le Pen obtuvo 15.1% en Francia, lo que fue ya una conmoción. Pero en ese momento, los dos principales partidos conservadores insistieron en rehusar el apoyo del FN a cualquier nivel. Y cuando en las elecciones regionales de 1998 los partidos conservadores se dieron cuenta por los resultados que podían conformar mayoría en un gran número de re-giones sólo con el apoyo de aquellos electos bajo la fórmula del FN, cinco dirigentes regionales ignoraron a su directiva y aceptaron el apoyo del FN en la conformación de sus gobiernos regionales. Sin embargo, estos dirigentes regionales fueron expulsados muy pronto de los dos principales partidos conservadores nacionales, el RPR y el UDR. Por otra parte, en Italia Berlusconi sí logró formar un gobierno con el apoyo de Fini y su Alianza Nazionale, un partido semejante al de Haider, si bien matizaremos diciendo que Fini había renunciado específicamente a su pasado neofascista, antes de las elecciones.

No obstante por qué, como muchos austriacos insisten, la UE asumió una posición tan fuerte por lo ocurrido en Austria. La respuesta es en verdad muy simple. Tuvieron miedo todos, justamente porque sus países no son tan diferentes de Austria, porque tendrían que enfrentar disyuntivas similares en un futuro próximo, y porque estarían igualmente tentados a seguir el camino marcado por el ÖVP. Es el miedo a sí mismos lo que condujo a la fuerte reacción de la UE. Al mismo tiempo, los austriacos no han comprendido que, de hecho, cruzaron el límite que toda Europa occidental se había fijado, no en 1999 sino en 1945, y eso explica la contra reacción en Austria. Aclaro mi posición. Apruebo la decisión de la UE de suspender las relaciones bilaterales con Austria. Considero que de no haberlo hecho así, se hubieran empantanado en una marea ideológica que podría desgarrar Europa occidental. Pero concuerdo también en que hubo bastante hipocresía, o quizá bastante autocomplacencia en la decisión de la UE. Para entender por qué es esto así debemos mirar ahora al sistema-mundo desde 1945 y no desde 1999.

Antes de hacerlo, hay que abordar la ciencia social en el mundo desde 1989. Ha sido lamentable. De lo que todos hablan ­ casi sin importar su tendencia política ­ es de la globalización, como si fuera algo más que un dispositivo retórico, de pasada, en la lucha continua al interior de la economía-mundo capitalista por el grado en que los flujos transfronterizos deben o no impedirse. Es polvo en los ojos. También lo es la interminable letanía en torno a la violencia étnica, y en esto son tan responsables los activistas de derechos humanos como los científicos sociales. No es que la violencia étnica no sea una terrible y aterradora realidad, pero no es rasgo distintivo de unos otros menos afortunados, menos sabios, menos civilizados. Es el resultado de las crecientes y profundas inequidades al interior del sistema-mundo y no puede conjurarse mediante exhortaciones morales, o mediante la ingérence de los puros y avanzados en las zonas controladas por los impuros y atrasados. La ciencia social mundial no ha ofrecido herramientas útiles para analizar lo que ha venido ocurriendo en el sistema-mundo desde 1989, y como tal, no existen herramientas útiles para entender la realidad contemporánea de Austria.

2. El sistema-mundo desde 1945

En 1945, la experiencia y el horror nazis llegaron a su fin. Hitler no había inventado el antisemitismo, tampoco los alemanes lo inventaron. Por mucho tiempo el antisemitismo fue la expresión interna más importante del racismo profundo del mundo europeo, y su versión moderna ha sido endémica en el escenario de Europa por lo menos el último siglo. Cualquiera que compare París con Berlín en este aspecto tomando como parámetro 1900 no pensaría que la peor parte le corresponde a Berlín. No había lugar alguno en donde el antisemitismo estuviera ausente, incluso durante la segunda guerra mundial, aun en Estados Unidos.

Entonces, por qué todo mundo se alteró tanto con el nazismo. Por lo menos después de 1945. la respuesta salta de inmediato y no puede obviarse. Fue la Solución final . Mientras casi todos en el mun-do pan europeo habían sido abierta y felizmente racistas y antisemitas antes de 1945, casi nadie buscaba que terminara en una Solución final. La solución final propuesta por Hitler estaba fuera de todo sentido dentro de la economía-mundo capitalista. El objeto del racismo no es excluir gente, mucho menos exterminarla. El objeto del racismo es mantener a la gente dentro del sistema pero como infrahumanos,6 que puedan entonces ser explotados económicamente y usarse como chivos expiatorios a nivel político. Con el nazismo pasó lo que los franceses llaman dérapage ­ un desbarre, un resbalón, la pérdida de control. O quizá fue que sacaron al demonio de la caja.

Se suponía que la gente era racista hasta el punto de una Solución final, pero no más allá. Siempre fue un juego delicado, y sin duda ha habido otros dérapages antes ­ pero nunca en tan gran escala, nunca en una arena tan central del sistema-mundo y nunca, nunca, de manera tan visible. Las tropas aliadas que llegaron a los campos de concentración en 1945 tuvieron una sacudida real a niveles muy personales. Y colectivamente, el mundo pan europeo tuvo que entenderse con el demonio que había escapado de la caja. Y lo hizo prohibiendo el uso público del racismo, sobre todo el uso público del antisemitismo, convirtiéndolo entonces en un lenguaje tabú.

Los científicos sociales se unieron al juego. En los años ulteriores a 1945, comenzaron a escribir libro tras libro para denunciar la relevancia del concepto de raza , la ilegitimidad de asumir que las diferencias en cualquier medición social de grupos humanos pueda rastrearse a características genéticas. La memoria del Holocausto vino a ser una materia de estudio en los programas escolares. Los alemanes, un poco reticentes al principio, reunieron después algo de valor moral y han tratado de analizar su propia culpa y aminorar su vergüenza. Después de 1989, los otros países del mundo pan europeo, a regañadientes sin duda, han comenzado a unirse también en esta búsqueda. Poderes aliados como Francia u Holanda comenzaron a admitir su propia culpabilidad. Culpa por permitir que este dérapage ocurriera, culpa porque por lo menos algunos de sus ciudadanos participaron activamente en el proceso. Una de las razones por las que la UE reaccionó con tal vehemencia contra Haider es que Austria como país se negó a asumir su tajada de esa culpa, e insiste en que fue primordialmente una víctima. Quizá la mayoría de los austriacos no desearan ser anexados a Alemania (Anschluss), aunque es difícil saberlo mirando en los noticieros el vitorear de las multitudes en Viena. Pero lo que va más al punto es que todo austriaco no judío o no Roma7 fue considerado alemán durante el Tercer Reich después de la anexión, y la mayoría se vanaglorió del hecho.

Comprender que el racismo se había desanudado al ir demasiado lejos tuvo dos consecuencias importantes en el mundo pan europeo posterior a 1945. Primero, estos países buscaron enfatizar sus virtudes internas como naciones integradoras intocadas por la opresión racista, países de libertad que encaraban “el imperio maligno” de la Unión Soviética – cuyo racismo comenzó entonces a ser asunto central para la propaganda occidental. Toda suerte de acciones socio-políticas confluyeron en este intento: en 1954, la decisión de la Suprema Corte de Estados Unidos de considerar ilegal toda segregación racial; las políticas israelófilas de todo el mundo pan europeo; incluso el énfasis renovado del ecumenismo al interior del mundo cristiano occidental (así como la invención de la idea de que existe algo así como una herencia conjunta judeo-cristiana).

Lo segundo y más importante es que hubo la necesidad de restaurar le al racismo higienizado su función original: mantener a la gente dentro del sistema, pero como infrahumanos. Si a los judíos no podía ya tratárseles así, ni a los católicos en los países pro-testantes, tendría que buscarse más allá. El periodo ulterior a 1945 fue, al menos al principio, una era de expansión económica nunca vista junto con una transformación demográfica hacia una reducción radical en la tasa de reproducción del mundo pan europeo. Este mundo necesitaba más trabajadores y producía muchos menos que nunca antes. Y así comenzó la era de lo que los alemanes llaman cautelosamente trabajadores huéspedes (Gastarbeiter).

¿Quiénes eran estos trabajadores huéspedes? Pueblos mediterráneos en la Europa no mediterránea, latinoamerica-nos y asiáticos en Norteamérica, caribeños en Norteamérica y Europa occidental, africanos negros y sudasiáticos en Europa. Y, desde 1989, personas provenientes del antiguo bloque socialista que arribaban a Europa occidental. Todos estos migrantes llegaron en grandes cantidades porque querían venir, porque podían encontrar empleo y porque se les necesitaba desesperadamente para hacer florecer a los países pan europeos. Pero llegaron, casi universalmente, como personas al fon-do del amontonadero ­ económica, social y políticamente.

En 1970, cuando la economía-mundo entró en su larga fase-B de Kondratieff y el desempleo creció por vez primera desde 1945, los inmigrantes se tornaron un chivo expiatorio conveniente. Las fuerzas de la extrema derecha, absolutamente ilegítimas y marginales desde 1945, comenzaron a reemerger repentinamente, a veces al interior de los partidos conservadores influyentes, a veces como estructuras separadas (y si tal era el caso, su sustento provenía del apoyo, no sólo de votantes de los partidos conservadores; también de los de los partidos de trabajadores de centro izquierda). En los años 1990, estos partidos de extrema derecha comenzaron a verse con más seriedad, por las razones que ya he sugerido.

Los partidos dominantes no supieron muy bien como manejar la resurgencia de estos partidos abierta o no tan abiertamente racistas. Tenían pánico de que el demonio se saliera una vez más de la botella y deshiciera la placidez social de sus Estados. Algunos argüían que estas fuerzas de extrema derecha podrían minarse edulcorando y suavizando sus plataformas antinmigrantes. Otros decían que estas fuerzas constituían un virus que había que aislar lo más pronto posible. Estos argumentos son los mismos que se debaten en Austria en estos momentos.

Una vez más, los científicos sociales no fueron de gran ayuda. Intentaron analizar el fenómeno nazi en términos de alguna peculiaridad en la situación histórica alemana, en vez de ver que el sistema-mundo completo había estado jugando con fuego por mucho tiempo, y que así, la chispa habría prendido de todos modos en alguna parte. Los científicos sociales intentaron proclamar sus propias virtudes morales (méritos a los que me referiré en breve) y absolver al mundo pan europeo en aras de su retórica vigente supuestamente antiracista, cuando que el racismo pan europeo después de 1945 era de hecho tan virulento como su racismo anterior a 1933 o 1945. Simplemente habían sustituido sus objetos de odio y miedo. ¿No debatimos hoy día el llamado “choque de civilizaciones”, un concepto inventado por un científico social?

De hecho, la mera denuncia de Austria por la UE, por más que yo mismo la apruebe, huele a racismo. Porque, ¿qué está diciendo la Unión Europea? Dice, en efecto: los Haiders son posibles, tal vez normales, fuera del mundo pan europeo, incluso en países tan cercanos como Hungría o Slovenia; pero los Haiders son inadmisibles, impensables dentro de la Europa civilizada; nosotros los europeos debemos defender nuestra superioridad moral, y Austria amenaza con hacerla imposible. Es cierto: Austria amenaza con imposibilitarla y Austria debe, de alguna manera, retroceder de su posición actual, que es insostenible. Pero los fundamentos de la querella de la UE no están libres de sospecha ni son inmaculados moralmente, ya que los valores universalistas de Europa occidental están en sí mismos incrustados por el racismo crónico y constitutivo del mundo pan europeo.

Para apreciar esto, y darnos cuenta del fracaso de las ciencias sociales en desenmascarar este racismo, tenemos que prestar atención al relato del sistema-mundo moderno después de 1492.

3. El sistema-mundo desde 1492

Cuando los europeos desembarcaron en América y reclamaron su conquista, se encontraron con pueblos indígenas extremadamente extraños para ellos. Algunos se organizaban en sistemas de caza y recolección bastante simples. Otros estaban organizados en imperio-mundos elaborados y sofisticados. Pero en ambos casos ni el armamento de estos pueblos ni su inmunidad fisiológica adquirida (o la falta de ésta) les permitió resistir con eficacia. Por consiguiente, los europeos tuvieron que decidir cómo tratar a estos pueblos. Hubo europeos que, al adquirir tierras vastas (con frecuencia por vez primera), buscaron explotarlas lo más rápidamente posible, y se aprontaron a esclavizar y consumir trabajadores indígenas. La justificación que dieron para estas acciones fue que los pueblos indígenas eran bárbaros, indignos de cosa alguna excepto de ser atados a una servidumbre atroz.

Pero había también los evangelizadores cristianos, que se horrorizaron por el trato inhumano impuesto a estos pueblos indígenas por los conquistadores europeos, e insistieron con vehemencia en la posibilidad y la importancia de ganar sus almas para la redención cristiana. Una de tales personas fue Bartolomé de Las Casas, cuya pasión y militancia culminaron en 1550 en un famoso y clásico de-bate en torno a la naturaleza de “el otro”. Ya en 1547, había escrito un breve resumen al Emperador Carlos V (y a los demás) haciendo un recuento más o menos detallado de los horrores que ocurrían en América. El relato de los sucesos decía:

Si los cristianos han asesinado y destruido tantas almas de tan grande cualidad, ha sido simplemente por obtener oro, para hacerse excesivamente ricos en poco tiempo y para elevarse a altas posiciones, desproporcionadas a su puesto… no tienen por esta gente tan humilde, tan paciente y tan fácil de tratar ni respeto ni consideración ni estima… No los han tratado como bestias (ojalá y los hubieran tratado tan bien y con tanta consideración como le dan a las bestias); los han tratado peor que a bestias, como si fueran menos que estiércol.8

Con toda seguridad, Las Casas fue un apasionado defensor de los derechos de los pueblos. Fue, y es una conexión que hay que resaltar, el primer Obispo de Chiapas, hoy enclave de los neozapatistas, lugar donde es todavía necesario defender la misma causa que Las Casas asumió hace casi 500 años: los derechos de estos pueblos indígenas a su dignidad y a su tierra. Hoy estos pueblos se encuentran apenas un poquito mejor que en el tiempo de Las Casas. Por eso hay quien en consecuencia clasifica a Las Casas y a otros teólogos, filósofos y juristas neoescolásticos españoles como los precursores de Grotius y los “verdaderos fundadores de los derechos modernos del hombre”.9

Al Emperador lo sedujeron en principio los argumentos de Las Casas y lo hizo su Protector de Indios. Más tarde tuvo dudas y en 1550 convocó en Valladolid una Junta de jueces para presenciar un debate entre Las Casas y otro asesor del Emperador, Juan Ginés de Sepúlveda, sobre los asuntos relacionados. Sepúlveda, un firme oponente de Las Casas, dio cuatro argumentos para justificar el trato que se infligía a los indios, trato que Las Casas objetaba: Eran bárbaros y por tanto su condición natural era aquella de sumisión ante los pueblos más civilizados. Eran idólatras y practicaban los sacrificios humanos, lo que justificaba la intervención para evitar crímenes contra la ley natural. Se justificaba la intervención para salvar vidas inocentes. La intervención facilitaría la evangelización cristiana. Estos argumentos suenan increíblemente contemporáneos. Lo único que necesitamos es sustituir el término democracia por el término cristiandad.

Contra estos argumentos, Las Casas afirmó: Ningún pueblo puede ser forzado a someterse a otro pueblo apelando a una supuesta inferioridad cultural. Nadie puede castigar a un pueblo por crímenes que este pueblo no se percata que son crímenes. Existe justificación moral para salvar a gente inocente sólo si en el proceso de salvarlos no les causamos un daño mayor a otros. La cristiandad no puede propagarse con la espada. Estos argumentos también suenan increíblemente contemporáneos.

Para algunos, Las Casas debe ser considerado como el último de los comuneros, ese primer movimiento de protesta social, muy poco estudiado, que tuvo lugar en España durante el primer tercio del siglo XVI, un movimiento democrático y comunitario. Las implicaciones de lo que Las Casas discutía parecían cuestionar la mera base del imperio español, y es probable que por esa razón Carlos V le retirara su apoyo a Las Casas.10 De hecho, en su discusión en torno al concepto de lo que era un bárbaro, Las Casas insistió en que “no es posible encontrar un bárbaro que dominar”, recordándole a los españoles el trato que recibieran de los romanos.11 Otros han argumentado que Las Casas era, en realidad, simplemente el teórico de una colonización “buena”, un reformador que “propuso incansablemente, hasta el fin de sus días, soluciones alternas a los problemas del sistema colonial basado en la encomienda“.12

 

Lo fascinante del gran debate que tuvo lugar ante la Junta de Valladolid es que nadie está realmente seguro de lo que la Junta decidió. En cierto sentido, esto es emblemático del sistema-mundo moderno. ¿Alguna vez hemos decidido? ¿Podemos decidir? ¿Fue Las Casas, el antiracista, el defensor de los descastados, también la persona que buscaba institucionalizar una colonización “buena”? ¿Debería alguien, puede alguien, alguna vez, evangelizar con la espada? Nunca se nos han dado respuestas a estas cuestiones que sean consistentes lógicamente o tan persuasivas políticamente como para poner fin a esta discusión. Quizá tal respuesta no exista.

Desde Las Casas, hemos construido una economía-mundo capitalista, que luego se expandió hasta abarcar el globo entero, que siempre y en cada momento ha justificado sus jerarquías sobre la base del racismo. Ciertamente siempre ha contenido su cuota de personas que buscan aliviar los peores rasgos de este racismo, y han logrado, debemos admitirlo, algún éxito limitado. Pero siempre ha habido masacres brutales, soluciones finales antes de la Solución final, aunque éstas hayan sido quizá menos burocráticas, sistemáticas o eficaces en su planeación, y seguramente menos visibles en lo público.

Ah, se dirá, pero luego vino la Revolución francesa y la Déclaration des Droits de l’Homme. Bueno sí, pero no. La Revolución francesa ciertamente encarnó la protesta contra las jerarquías, los privilegios y la opresión, y formuló su protesta sobre la base de un universalismo igualitario. El gesto simbólico de esta protesta fue el rechazo al “monsieur” al dirigirnos a alguien y la sustitución del apelativo por el de “citoyen”. Ay, ahí esta la friega, como dijo Shakespeare. Porque se pretendía que el concepto de ciudadano fuera incluyente. Todos los ciudadanos ­ no sólo un grupo limitado de aristócratas ­ debían incidir en su gobierno. La friega es que si uno va a incluir a todos aquellos que están en un grupo, uno debe decidir en qué se asienta la membresía del grupo. Y esto implica necesariamente que hay personas que no son miembros.

El concepto de ciudadano inevitablemente excluye tanto como incluye. En los dos siglos transcurridos desde la Revolución francesa el impulso excluyente de la ciudadanía ha sido tan importante, de hecho, como su impulsó incluyente. Cuando Karl Lueger, de fama vienesa, dijo en 1883, “Somos hombres, austriacos cristianos”,13   ofrecía una definición de los límites de la ciudadanía, una que los votantes vieneses parecen haber apreciado, aun cuando el Emperador no coincidiera. Lueger no parecía dispuesto a incluir a los judeo-magyares, que para él eran tan extranjeros como los capitalistas extranjeros que él denunciaba. Era esto proto-fascismo, como muchos pregonan, o mero “extremismo calculado”, como insiste John Boyer? Hoy, algunos se plantean la misma pregunta en torno a Jörg Haider. Pero qué diferencia hace la respuesta? El resultado político es virtualmente idéntico.

En ese preciso momento de la historia moderna, cuando la Revolución francesa nos legara a todos este campo minado que es el con-cepto de ciudadano, el mundo del conocimiento atravesaba por un cataclismo importante. Este trastocamiento daba continuidad al éxito de la secularización del conocimiento logrado al separar la filosofía de la teología, un proceso que tomó varios siglos. Pero ahora se trataba de algo más que la secularización del conocimiento. Más o menos en la segunda mitad del siglo XVIII, dos términos que habían sido, si no sinónimos, sí conceptos traslapados, comenzaron a definirse como opuestos ontológicos: la ciencia y la filosofía. Ambas culturas, rasgo singular de las estructuras del conocimiento del sistema-mundo moderno, se aceptaban como la brecha definitoria del conocimiento. Y con esta brecha, se instauró también la separación intelectual e institucional de la búsqueda de la verdad, por un lado (el dominio de la ciencia), y la búsqueda del bien y la belleza por el otro (el dominio de la filosofía o las humanidades/Geisteswissenschaften). Es esta ruptura fundamental lo que explica la forma subsecuente de desarrollo de las ciencias sociales y su incapacidad para interpelar al racismo constitutivo de la economía-mundo capitalista.

Los dos grandes legados culturales de la Revolución francesa fueron la idea de que es normal el cambio político y que la soberanía no reside en quién manda o en un grupo de notables sino en el pueblo.14 Esto último era simplemente expresión de la lógica del concepto de ciudadano. Ambas eran ideas extremadamente radicales en sus implicaciones y ni la ruina del régimen jacobino ni el fin del régimen napoleónico que le sucedió impidieron que estas ideas bañaran el sistema-mundo y se aceptaran ampliamente. Quienes detentaban el poder se vieron forzados a relacionarse con esta nueva realidad geocultural. Si el cambio político podía considerarse normal, entonces era importante saber cómo operaba el sistema, para mejor controlar el proceso. Esto dio el impulso básico para la emergencia institucional de las ciencias sociales, aquella rama del conocimiento que pugna por explicar las acciones sociales, los cambios sociales, las estructuras sociales.

No vamos a analizar la historia institucional de las ciencias sociales. Esto se ha hecho sucintamente en el reporte de la comisión internacional que yo encabezaba, Abrir las ciencias sociales.15  Sólo quiero resaltar dos cuestiones: el lugar de las ciencias sociales en medio de las dos culturas, y el papel que han jugado las cien-cias sociales en el entendimiento del racismo.

Las dos culturas dividieron los dominios del conocimiento sobre líneas que hoy pensamos evidentes, pese a que nadie en el siglo XVII o antes las imaginara. La ciencia se apropió del dominio del mundo natural como reino exclusivo. Las humanidades se apropiaron el mundo de las ideas, la producción cultural, la especulación intelectual, e hicieron de éstas también un reino exclusivo. Sin embargo, cuando arribamos al dominio de las realidades sociales, las dos culturas se lo disputan. Cada una argumenta que dicho reino le pertenece. Cuando las ciencias sociales comenzaron a institucionalizarse al interior del renaciente sistema universitario del siglo XIX se desgarraron en este debate epistemológico, este Methodenstreit. Las ciencias sociales emergieron en campos divididos, y algunas de las ahora llamadas disciplinas se cargaron, por lo menos al principio, hacia el campo humanístico, idiográfico (la historia, la antropología, los estudios orientales) y otras se cargaron hacia el campo cientificista, nomotético (la economía, la sociología, la ciencia política). La implicación que subyace para el problema que estamos abordando es que las ciencias sociales se dividieron sobre el punto de si debían concentrarse sólo en la búsqueda de la verdad o si debían preocuparse también por buscar el bien. Las ciencias sociales nunca han resuelto este punto.

Lo más sorprendente del conocimiento social a lo largo del siglo XIX y hasta 1945 es que las ciencias sociales nunca confronta-ron el punto del racismo directamente. Y si miramos su abordaje indirecto, el balance es deplorable. Comencemos con la historia, la única ciencia social moderna que existiera como nombre y como concepto desde mucho antes del siglo XIX. En ese siglo, la historia atravesó una llamada revolución científica cuya figura central fue Leopold von Ranke. Es sabido que Ranke insistía en que los historiadores debían escribir historia wie es eigentlich gewesen ist.16  Esto significaba reconstruir el pasado, primordialmente a partir de materiales contemporáneos al periodo bajo escrutinio. Como tal, había que ir a los archivos, almacenes de documentos escritos en esos años, documentos que, en calidad de fuentes, debían analizarse críticamente.

Pasaré por alto las críticas ulteriores a esta aproximación que parece limitarnos inevitablemente al estudio casi exclusivo de la historia política o diplomática, al hacer uso de los escritos de personas vinculadas a los Estados y sus gobernantes. Pasaré por alto también el hecho de que insistir en los archivos como fuente crucial de datos, fuerza a la historia hacia el pasado exclusivamente y circunscribe sus fronteras temporales según la disposición de los Estados a permitir que sus académicos hurguen en sus archivos. Pero insistiré en un único elemento de la historia, según su práctica anterior a 1945. La historia abordaba únicamente la historia de las llamadas naciones históricas. Tenía que ser así, de hecho, por los métodos utilizados.

En el Imperio Austro Húngaro, como en otras partes, el concepto de naciones históricas no era sólo un concepto académico; era un arma política. Es claro quiénes o qué son las naciones históricas. Son las localizadas en Estados poderosos y modernos que pueden patrocinar y restringir a los historiadores que escriben en torno a ellas. En una fecha tan reciente como los sesenta, H.R. Trevor-Roper hizo la increíble aseveración de que África no tenía historia. Pero uno podría preguntarse ¿cuántos cursos se ofrecían en el siglo XIX en la Universidad de Viena sobre historia eslovena? De hecho, ¿cuántos se ofrecen hoy día? El propio término nación his-tórica introduce una categoría racista en el corazón mismo de la práctica histórica. No es un accidente entonces, si uno presta atención a la producción histórica anterior a 1945, que un 95 por ciento de ésta (por lo menos) sea el relato de cinco naciones/arenas históricas: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, las Alemanias (elijo esta formulación deliberadamente), y las Italias. El otro 5 por ciento se refiere a la historia de unos pocos Estados europeos menos poderosos, como los Países Bajos o Suecia y España. Añadiría que un pequeño porcentaje se escribió también acerca de la Edad Media europea así como en torno a las fuentes probables de la Europa moderna: las antiguas Grecia y Roma. Pero no acerca de la antigua Persia, ni siquiera del antiguo Egipto. ¿Sirvieron de algo los historiadores que construyeron la historia de las Alemanias para iluminar el debate público que Karl Lueger y otros lanzaron en Viena en el último tercio del siglo XIX? Creo que no.

¿Lo hicieron mejor las otras ciencias sociales? Los economistas estaban muy ocupados construyendo teorías universales del homo economicus. En su famosa formulación, Adam Smith nos dijo que todos los humanos buscan “traficar, intercambiar y comerciar”. Todo el objeto de su libro La riqueza de las naciones, fue persuadirnos (y al gobierno británico) que nadie debía interferir en esta tendencia natural de todos los humanos. Cuando Ricardo creó una teoría del comercio internacional basado en el concepto de las ventajas comparativas, usó, de nuevo con gran repercusión, un ejemplo hipotético pero ilustrativo en el que insertó los nombres de Inglaterra y Portugal. No nos dijo si tales ejemplos se habían extraído de la historia real ni nos explicó a qué grado estas ventajas comparativas se las había impuesto el poder británico al Estado portugués, más débil.17

Sí. Algunos economistas insistieron en que los procesos de la historia reciente de Inglaterra no constituían ilustración alguna de leyes universales. Gustav von Schmoller encabezó todo un movimiento, Staatswissenschaften, que buscaba historizar el análisis económico. Fue un economista vienés, Karl Menger, quien condujo el asalto contra esta herejía, con la perspectiva de erradicarla, pese a que ésta tenía un bastión en el sistema universitario prusiano. Por otro lado, una crítica aún más poderosa a la economía clásica que aquella impulsada por Schmoller fue la de Karl Polanyi en La gran transformación, un libro escrito en Inglaterra después de abandonar Viena en 1936. Pero los economistas no leen a Polanyi. Los economistas tratan de no involucrarse en economía política si pueden evitarlo. Cuando un economista de la corriente dominante intentó abordar el racismo, su aproximación lo llevó a discutirlo en términos de preferencias de mercado.

El desprecio que guardan los economistas influyentes hacia el análisis de cualquier situación que quede fuera de los parámetros de caeteris paribus, asegura que la conducta económica que no se ajuste a las normas del mercado ­ definidas por los propios economistas ­ no vale la pena analizarla, menos aún tomarla en cuenta como conducta económica alternativa. La inocencia política simulada que se deriva de estas suposiciones hace imposible analizar las fuentes económicas o las consecuencias de los movimientos racistas. Borra este sujeto del ámbito de competencia del análisis científico. Peor aún, sugiere que una buena parte de la conducta política que podría analizarse como racista o como Widerstand al racismo es una conducta económicamente irracional.

Los estudiosos de la ciencia política no nos han sido de mayor utilidad. Su concentración temprana en los aspectos constitucionales, derivados de sus lazos históricos con las facultades de Derecho, tornaron el estudio del racismo en asunto de legislaciones formales. El Apartheid sudafricano fue racista porque resguardó las discriminaciones formales en los vericuetos del sistema legal. Francia no fue racista porque no incurrió en dichas discriminaciones legales, al menos en la metrópolis. Además de analizar constituciones, los politólogos anteriores a 1945 desarrollaron también lo que llamaron el “estudio comparativo de los gobiernos”. Pero cuáles gobiernos compararon. A nuestros viejos amigos, aquellos cinco países pan europeos importantes: Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, Alemania e Italia. Nadie más era digno de estudio, porque nadie más era en verdad civilizado, ni siquiera, me temo, esta extraña bestia, el Imperio Austro Húngaro.

Bueno, supondríamos que al menos los sociólogos, con reputación de ser la forja del radicalismo político en el sistema universitario, lo hicieron mejor. Lejos están de eso. Fueron los peores de todos. Antes de 1945 había dos clases de sociólogos. Había quienes, especialmente en Estados Unidos, justificaban explícitamente la superioridad de los blancos. Y había otros que, provenientes del trabajo social o la actividad religiosa, intentaban describir a los desamparados de los grandes centros urbanos y explicar la “desviación” de sus residentes. Sus descripciones eran bien intencionadas, aunque condescendientes, pero no se cuestionó la suposición de que esta conducta era dispar y había que rectificarla para que se amoldara a la norma de la clase media. Y, dado que en la mayoría de los casos las clases bajas, no sólo en Estados Unidos, eran discernibles étnicamente de las clases medias, los apuntalamientos racistas de este grupo de sociólogos se clarifica, aunque ellos no lo hayan reconocido.

Lo peor es que las cuatro disciplinas básicas ­ historia, economía, ciencia política y sociología ­ analizaban sólo el mundo pan europeo, considerado el mundo de la modernidad y la civilización. Sus universalismos presupusieron las jerarquías del sistema-mundo moderno. El análisis del mundo extra europeo se le encargó a otras disciplinas aparte: a la antropología le tocó “los pueblos sin historia”, bárbaros, y los estudios orientales se abocaron al estudio de las “altas civilizaciones” no occidentales que sin embargo habían sido incapaces de proceder a la modernidad sin la intrusión y la reorganización de su dinámica social a cargo de los europeos. La etnografía rechazaba específicamente la historicidad de sus “tribus”; eran inmutables, al menos antes del “contacto cultural”. Los estudios orientales veían las historias de estas grandes civilizaciones como “congeladas”.

El mundo extra europeo representaba la tradición; el mundo pan europeo la modernidad, la evolución, el progreso. Se trataba de Occidente contra el resto. Nótese que, al analizar el mundo moderno, la ciencia social inventó no una sino tres disciplinas para describir las regularidades del presente: la economía, la ciencia política y la sociología. Pero en el análisis del mundo extra europeo, no había necesidad de la historia y mucho menos de la trinidad de aproximaciones requeridas para el mundo pan europeo.

Esto surgía de pensar que la “diferenciación” de la acción social en arenas separadas ­ el mercado, el Estado y la sociedad civil ­ era un logro de la modernidad, de hecho su esencia misma. Dada la disyunción entre ciencia y filosofía, no hubo nadie que le recordara a los practicantes que era tan sólo un supuesto de la ideología liberal y no el reporte plausible de la realidad social. No es de extrañar que la ciencia social no pudiera ayudarnos a entender el nazismo. Después de 1945, aunque rectificó la puntería un poco, tampoco nos ha ayudado mucho para entender a Haider. Sobre todo, no hubo manera de explicar la Widerstand, excepto como una actividad asintomática más, que puede despertar simpatía quizá, una ligeramente condescendiente.

Los científicos sociales han estado tan ocupados luchando contra el nacimiento del sistema-mundo moderno que no pudieron dar la batalla contra el sistema-mundo en funciones. Buscar una neutralidad académica fue la lucha contra la Iglesia (y por derivación contra los Estados), porque había que imponerse como académicos. Cuando Weber habló del desencanto del mundo, el propio lenguaje era teológico, con todo y que en realidad lanzaba invectivas contra el nacionalismo prusiano. Es sólo en la ola de la terrible destrucción de los valores burgueses que trajo la Primera Guerra Mundial que Weber comenzaría a recordar de nuevo, en su famoso discurso a los estudiantes de la Universidad de Munich, Wissenschaft als Beruf, que la ciencia social no podía separarse por sí misma de las formas en que el mundo está siempre encantado:

No es el verano lo que habrá de florecer ante nosotros, sino una noche polar de dureza y oscuridad helada, no importa cual grupo triunfe en lo externo ahora. Donde no existe nada, no sólo el Kaiser, también el proletariado, ha perdido sus derechos. Cuando esta noche se haya retirado lentamente, ¿quién de aquéllos para los cuales aparentemente floreció con lujo esta primavera estará vivo?18

4. El sistema-mundo después del 2000

La nutrida votación a favor del FPÖ y la fuerte reacción de la UE que trajo consigo son anunciatorias, aunque no son los primeros signos de nuestra presente crisis. De un optimismo fundamental en torno al futuro, de la certeza de que las cosas pueden mejorar, se ha pasado a un miedo de que esto no sea así, y el viraje ha alcanzado a la parte rica del mundo. También en Austria, también en Europa occidental, en Estados Unidos, la fe en un reformismo racional centrista, lento pero siempre en movimiento hacia la dirección correcta, es reemplazada por un escepticismo en torno a todas las promesas de las fuerzas políticas principales, llámense de centro izquierda o centro derecha. El consenso centrista alimentado por la ideología liberal decimonónica no existe más. Fue cuestionado fundamentalmente en 1968 y se le enterró en 1989.

Hemos entrado en un largo periodo de transformación caótica del sistema-mundo del cual somos parte. El resultado es impredecible intrínsecamente. Por otra parte, podemos influir en su resultado. Este es el mensaje de las ciencias de la complejidad. Este es el mensaje que las ciencias sociales debían transmitir ahora. Este es el contexto en el cual debemos situar a Jörg Haider y a la Widerstand.

En un sistema-mundo que se colapsa dado que sus posibilidades estructurales de ajuste se han agotado por sí mismas, quienes detentan el poder y los privilegios no permanecen indolentes sin hacer nada. Se organizarán para reemplazar el actual sistema-mundo por otro igualmente jerárquico e inegalitario, tal vez basado en principios diferentes. Para gente así, Jörg Haider es un demagogo y un peligro. Entiende tan poco la realidad contemporánea que no se da siquiera cuenta que, para que los austriacos mantengan sus niveles de vida actuales, tendrán que duplicar, triplicar o cuadruplicar en los próximos 25-50 años el número de migrantes que aceptan anualmente, sólo para mantener el tamaño de una fuerza de trabajo suficiente para sostener las pensiones de la población austriaca que envejece.19 El peligro es claro. La demagogia conducirá al mundo pan europeo por el camino de las guerras civiles destructoras mucho más rápidamente. Bosnia y Rwanda relucen en el horizonte. Los dirigentes de la Unión Europea avizoran esto. También el presidente Klestil. La dirigencia del ÖVP no parece verlo así.

En tanto, existe un movimiento de Widerstand. Quienes lo integran representan fuerzas de transformación que surgen de entre la crisis de la economía-mundo capitalista diferentes del FPÖ pero distantes también del liderazgo de la Unión Europea. ¿Tienen una visión clara de lo que quieren? Quizá sólo de manera difusa. Aquí es donde la ciencia social puede jugar un papel, pero sólo si se rehúsa a separar la búsqueda de la verdad de la búsqueda del bien, si se sobrepone a la ruptura de las dos culturas, si puede incorporar plenamente la permanencia de lo incierto y se solaza en las posibilidades que la incertidumbre puede traer: creatividad humana y una nueva racionalidad material (de Max Weber).

Necesitamos desesperadamente explorar las posibilidades alternativas de un sistema histórico materialmente racional que remplace el moribundo y loco en el que vivimos. Necesitamos descubrir las raíces profundas del privilegio racista que permea nuestro sistema-mundo existente, y abarcar a todas las instituciones, incluidas las estructuras del conocimiento y las mismas fuerzas de la Widerstand. Vivimos en medio de cambios muy rápidos. ¿Es eso tan malo? Tendremos mucho desorden y muchos cambios en las décadas por venir. Y sí. Viena habrá de cambiar. Pero siempre habrá más cambios que los que recordamos y el cambio ha sido más rápido de lo que imaginamos. La ciencia social nos ha desilusionado en su entendimiento del pasado. Nos ofreció un retrato falso de un mundo tradicional que se movía, ay, tan lento. Tal mundo nunca existió en realidad. No existe ahora, ni en Austria ni en otra parte. En medio de la inmensa incertidumbre de hacia dónde nos dirigimos, debemos esforzarnos por localizar nuestros pasados, conforme los inventamos ahora, lo que es bueno y hermoso, y verter esas visiones a nuestros futuros. Necesitamos crear un mundo más vivible. Debemos usar nuestras imaginaciones. Y quizá entonces comencemos a erradicar los racismos profundos que viven dentro de nosotros.

En 1968, durante el gran levantamiento estudiantil en Francia, el líder de los estudiantes, Daniel Cohn-Bendit, Dany le Rouge, cometió el error táctico de visitar brevemente Alemania. Siendo ciudadano alemán, y no francés, el gobierno de De Gaulle podía bloquearle el regreso a Francia, lo cual hizo. En consecuencia los estudiantes marcharon por París protestando bajo la consigna: “Todos somos judíos alemanes; todos somos árabes palestinos”. Es una buena consigna, una que podríamos todos adoptar. Pero podríamos todos añadir, con alguna humildad: “Todos somos Jörg Haider”. Si queremos combatir a los Jörg Haider del mundo, y debemos, necesitamos mirar nuestro interior. Pongo un ejemplo breve pero aleccionador. Cuando se formó el nuevo gobierno austriaco, el gobierno israelí retiró a su embajador en protesta, lo que es correcto. No obstante, un mes después o más o menos, el Parlamento (Knesset) israelí puso al primer ministro Barak en aprietos al pasar una moción por la cual se insistía en que cualquier referendum sobre el retiro del Golan requería una “mayoría especial”, lenguaje en código para prever que a los ciudadanos árabes de Israel se les excluyera efectivamente de esta consulta. Y entre los principales promotores de esta medida estuvieron Natan Sharansky y su partido, formado por emigrados rusos, el mismo Natan Sharansky que fuera el famoso disidente en la Unión Soviética por protestar contra el antisemitismo de facto en las políticas gubernamentales que privaban ahí. La lucha contra el racismo es indivisible. No puede haber unas reglas diferentes para Austria, para Israel, la Unión Soviética o para Estados Unidos.

Hay otra anécdota, una curiosa. En la actual carrera por la presidencia de Estados Unidos, hubo una votación primaria republicana en Carolina del Sur, que era crucial. En esta vuelta, George W. Bush buscaba asegurar un fuerte apoyo entre la llamada derecha cristiana, y para ello tenía que hablar en la Bob Jones University, un baluarte de estas fuerzas. El problema es que esa universidad es conocida por dos razones: sus denuncias contra el Papa por ser el anticristo (la universidad es una institución protestante fundamentalista), y por el hecho de prohibir que las personas frecuenten o se involucren amorosamente con personas de raza diferente. El asunto cobró visibilidad política, lo que avergonzó a George W. Bush quien lamentó no haber hablado en contra de estas dos posturas (la feroz actitud anticatólica y la prohibición de citas interraciales) cuando estuvo en la universidad.

La anécdota no tiene que ver con la vergüenza de Bush, pero refleja los tabúes establecidos después de 1945. Lo interesante es la reacción de Bob Jones III, el presidente de la universidad, a la luz de la controversia pública. Bob Jones III apareció en el programa de Larry King en el canal CNN. King formuló la primera pregunta: por qué la prohibición de las relaciones interraciales. La respuesta fue, “estamos en contra de la filosofía de ‘un solo mundo’ y sin diferencias”. Larry King sugirió que le parecía muy lejana la oposición a un mundo único de la oposición a que dos jóvenes se conocieran. Bob Jones reculó pero insistió en que ni él ni la universidad eran racistas (el gran tabú) y que la universidad había revocado la regla ese mismo día, dado que era secundaria y no fundamental a su objetivo de promover el cristianismo. Supongo que eso muestra que las protestas públicas hacen que los racistas se desdigan en público, al menos como táctica. Esto podría ser una lección para las fuerzas conservadoras enfrentadas con la pesadilla de una ofensiva de extrema derecha contra ellos. Más allá de los virajes tácticos, el hecho es que el racismo persiste.

El albatros está alrededor de nuestros cuellos. Es una fiera que nos atosiga. La Widerstand es una obligación moral. No podemos proseguir inteligente y útilmente sin análisis, y es la función moral e intelectual de las ciencias sociales el ayudar con ese análisis. Pero así como necesitamos una enorme pinza para extirpar de todas nuestras partes el racismo que yace dentro de todos nosotros, requerimos también una enorme pinza para que los científicos sociales deshagan la clase de ciencia social que nos ha baldado, para crear en su lugar una ciencia social más útil. Regreso al título original de este trabajo: “La ciencia social en una era de transición”. En una época así, todos nosotros podemos tener una enorme influencia en lo que suceda. En momentos de bifurcación estructural, las fluctuaciones son locales y los empujoncitos pueden traer grandes consecuencias, a diferencia de los periodos más normales, más estables, en los que los grandes empujones traen, cuando mucho, cambios menores. Esto nos ofrece la oportunidad pero también nos presiona moralmente. Si al final de la transición el mundo no es evidentemente mejor de lo que es ahora, y puede no serlo, seremos los únicos culpables. El “seremos” va para todos los miembros de la Widerstand. El “seremos” va para los científicos sociales. “El “seremos” va para toda la gente común, decente.

Discurso pronunciado en la Universidad de Viena el 9 de marzo de 2000. Traducción del original en inglés por Ramón Vera Herrera.

Sueño y realidad, N. de E. 1870-1930.

Partido Liberal Austriaco, de ultraderecha.

Expresión que se refiere al sistema de corrupción organizado de los cinco partidos gubermentales, los pentapartiti.

Mejores que la alternativa.

Reparto de empleos y subvenciones.

En el original Untermenschen.

Gitano.

Bartolomé de la Casas, Paris: La Découverte, 1996 [1547], 52.

Ángel Losada, , en: (Institut d'Etudes Politique d'Aix y el Instituto de Cultura Hispánica, Aix-en-Provence, 12-13-14 de octubre de 1974), Gardanne: Imp. Esmenjaud, 1976, 22.

Ver Vidal Abril Castello, , en: , op. cit. 

Henry Mechoulan, , , op. cit.

Alain Milhou, , en: , op. cit., 166.

En el original "Wir sind Menschen, christliche Österreicher". N. de E. Helmut Andics, Wien: Jugend und Volk, 1983, 271.

Ver mi texto: , Unthinking Social Science, Cambridge: Polity Press, 1991, 7-22. [En español: , Impensar las ciencias sociales, México: Siglo XXI de México, 1998, 9-26.]

México: Siglo XXI de México, 1996. El original inglés fue Open the Social Sciences: Report of the Gulbenkian Commission on the Restructuring of the Social Sciences, Stanford, Stanford University Press, 1996.

"Como las cosas sucedieron verdaderamente".

Ver S. Sideri, , Rotterdam: Rotterdam Univ. Press, 1970.

Max Weber, Gesamtausgabe, Bd.17, hrsg. von W. J. Mommsen u.a., Tübingen: Möhr, 1992, 251. Existe traducción al español.

Ver el reporte de la División de Población de Naciones Unidas titulado: , marzo de 2000. Austria no se discute en el reporte, pero para Alemania el reporte argumenta que tan sólo para mantener constante el tamaño de su población en edad de trabajar según los niveles de 1995, Alemania deberá admitir 500 mil migrantes por año de aquí al año 2050.

Published 20 December 2000
Original in English
Translated by Ramón Vera Herrera
First published by Ord&Bild

Contributed by Chiapas (Mexico) © Immanuel Wallerstein / Ramón Vera Herrera / Chiapas (Mexico) / Eurozine

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