Los futuros del libro
Se han escrito muchos libros sobre el futuro del libro, pero la verdad es que seguimos sin saber mucho al respecto. Hasta el momento, este bucle paradójico solo ha servido para concluir que el libro tiene un pasado glorioso y un presente desconcertante, mientras que del futuro no tenemos noticias claras, por la sencilla razón de que no podemos tenerlas.
Naturalmente, son las asechanzas de las nuevas tecnologías de la comunicación, sumadas a la recurrente sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor, las que abonan la idea de que el libro ha entrado en una fase crepuscular que solo puede culminar con su marginación primero y su desaparición después. Pero, a diferencia de otros artefactos, el libro parece defenderse bastante bien, demostrando hasta ahora mayor resistencia que la que ejercen – pongamos – las cabinas de teléfono ante su imparable obsolescencia. Y por algo será; o eso, al menos, nos gusta pensar.
¿Sobrevivirá el libro, experimentará una resurrección digital, o perderá toda la importancia que le queda? En torno a este asunto se ha ido generando una animada conversación global, que parece lejos de resolverse, pero tiene ya sus propios clichés y lugares comunes. Así, se invoca Fahrenheit 451, la fábula de Ray Bradbury sobre una sociedad venidera donde los libros se queman, para advertir de los riesgos de la desertización cultural, aunque no está claro si quienes la citan han leído la novela o visto la película; se cantan los rasgos intrínsecos del libro como objeto, desde el olor de la tinta al amarilleamiento de las páginas, para denunciar la impersonalidad de los e-books; se emplea la metáfora borgiana del universo convertido en una biblioteca para describir el funcionamiento de internet y proclamar confianza en las nuevas tecnologías; etcétera. El problema es que se trata de un debate con muchas dimensiones y no pocas trampas, donde se mezclan alegremente razones, emociones e intuiciones. Asimismo, abundan los argumentos categóricos y las falsas verdades, propios de quienes quieren vender libros anunciando la muerte del libro. Reina, en definitiva, la confusión.
Si hay alguna razón para hablar de la crisis del libro, es la aparición de nuevos artefactos capaces de rivalizar con él cumpliendo sus mismas funciones de manera más eficaz. O sea, nuevos continentes de texto que tienen igual o mayor capacidad de almacenaje, movilidad y facilidad de empleo que los libros de papel. El paulatino desarrollo de las tabletas y los libros electrónicos, que pronto resolverán aquellas lagunas técnicas que puedan ahora ofrecer motivos de queja, constituye esa amenazadora novedad; amenazadora, claro, desde el punto de vista del libro tradicional. Desde luego, si algo nos enseña la historia, es que los cambios revolucionarios han venido auspiciados por novedades tecnológicas. Esto no supone afirmar que la solución a los conflictos sociales sea tecnológica, sino algo diferente: que las grandes transformaciones tienen que ver con ella. Y en especial, aquellas que se refieren a un atributo social decisivo, a saber, la forma y velocidad con la que nos comunicamos y comunicamos ideas; en otras palabras, los medios a través de los cuales tiene lugar la interacción entre individuos. Desde ese punto de vista, aunque las nuevas tecnologías de la información no puedan rivalizar con la rueda o la máquina de vapor, ni probablemente con la influencia ejercida por la fotografía o la televisión, constituyen un cambio cualitativo en unos medios de interacción y archivo que inciden poderosamente sobre la producción cultural y simbólica, facilitando, además, la aparición de una esfera global de comunicación.
Sin embargo, parece pronto para extraer conclusiones definitivas sobre el impacto concreto que estas nuevas tecnologías de la información pueden tener sobre el libro de siempre. Para Robert Darnton, vivimos una época de transición, en la que los modos impresos y digitales de comunicación coexisten y no pocas novedades tecnológicas devienen obsoletas con rapidez. De ahí que la industria editorial no sepa a qué atenerse, ni qué dirección tomar. El autor británico Neil Gaiman declaraba recientemente a The Guardian que el panorama industrial es como el legendario Klondike de la fiebre del oro: “Nadie sabe lo que está pasando. Todo lo que saben es que hay oro en las colinas y quieren llegar a él.” Proliferan así las etiquetas que tratan de describir un futuro prometedor y que, admitámoslo, suenan mejor en inglés: open feedback publishing, fan fiction, social mobile geo tagging, digital first. Avanzamos así hacia un lugar desconocido. Katharina Teusch lo expresaba bien en las páginas del Frankfurter Allgemeine Zeitung: “El libro del mañana es el no-libro de hoy.” Sucede que hay otra posibilidad: la de que no avancemos hacia ninguna parte. Al hilo de la desaparición de la Brockhaus, enciclopedia alemana análoga a la Británica o la Larousse, decía Christopher Caldwell en su columna del Financial Times que nada garantiza la continuidad digital de los cadáveres materiales: “Todo lo que muere en la esfera tradicional habría de florecer renovada en otra. Pero eso es una superstición.” Y, si lo es, el libro tradicional bien podría desaparecer.
Para que eso suceda, es preciso también que languidezcan los lectores. Que ya lo hacen, o van camino de hacerlo en cuanto se complete el correspondiente cambio generacional, es la tesis de los tecnopesimistas que ven en el empleo de las nuevas tecnologías el riesgo de un deterioro cognitivo que terminaría por llevarse al libro por delante. En este sentido, la hiperconectividad individual a través de internet, reforzada hasta el delirio por los smartphones, modificaría nuestros hábitos de vida y, con ello, de lectura, privándonos de la concentración y continuidad necesarias para la lectura de los libros y discutiendo a estos la pregnancia residual que, tras la generalización de la radio y la televisión, poseían como formas de entretenimiento. Al menos, eso es lo que afirman autores como Nicholas Carr o Andrew Keen, que llevan un tiempo subrayando que no solamente se lee menos, sino que se lee peor, o sea, más superficialmente. Esta tesis está contenida ya en el título del último libro de Carr – Los superficiales – y formula una intuición acaso compartida: que la forma de leer en los dispositivos digitales, caracterizada por el vistazo rápido, la activación de hipervínculos y la multitarea, está socavando la atención profunda y continuada que ha definido durante siglos la cultura del libro. Y, si esta se encuentra en peligro, también lo estaría potencialmente la civilización que ha florecido en torno suyo. Entre nosotros, Ignacio Domingo Baguer invoca en su reciente Para qué han servido los libros “la importancia que la lectura y el libro han tenido en el desarrollo del concepto occidental de individualidad y racionalidad y de una cierta idea de lo que constituye nuestra condición de seres humanos que está en la base de la cultura occidental, y que también podría ponerse en peligro por la pérdida de la cultura del libro”. Pero ¿es esto un riesgo cierto o solo una hipérbole producida por amantes de los libros y representantes de su cultura? ¿Estamos ante el enésimo ejemplo del conservadurismo automático que generan el paso del tiempo y los cambios sociales que este trae consigo? ¿O es una alarma justificada porque los bárbaros, esta vez, sí han comparecido?
Antes de continuar, conviene preguntarse qué dicen los datos. Porque la facilidad con la que se afirma que se lee menos o se lee peor tiene que encontrar ratificación empírica; de lo contrario, habrá que cambiar los argumentos. No perdamos de vista que quienes apenas leen rara vez lamentarán que no se lea: este lamento proviene generalmente de quienes son consumados lectores y propenden por ello a la ilusión óptica acerca del descenso en el número de sus pares. Por desgracia, es difícil encontrar datos a la vez fiables y abarcadores sobre un asunto en el que, además, los encuestados mienten a menudo: un par de encuestas divulgadas en Gran Bretaña con motivo de un reciente Día del Libro revelaba que un 61 por ciento de los entrevistados decía haber leído un libro que no habían abierto, como 1984 o Ulises, para ocultar la lectura de J. K. Rowling o John Grisham. De acuerdo con la misma encuesta, más de la mitad de los lectores quiere escribir un libro, e incluso un 11 por ciento ha terminado un manuscrito. ¡Ni un Sócrates sin su Platón! O no tanto: ellas querrían escribir novelas de misterio, ellos de ciencia-ficción o fantasía. Más allá de estas simpáticas circunstancias, no obstante, topamos con una maraña de estudios demoscópicos generalmente separados por países y dedicados a medir cosas distintas. Así, que una persona se declare lectora poco nos dice, si para ser lector basta con haber terminado cinco libros en un año, sin saber qué libros son ni el grado de comprensión o aprovechamiento personal de los mismos.
A grandes rasgos, parece poder concluirse que no se lee menos que en el pasado, sino que más personas leen algo más, sin que eso suponga leer demasiado, salvo para las habituales minorías de los devotos del libro. Al mismo tiempo, la capacidad de comprensión lectora estaría disminuyendo, en lo que puede ser un efecto estadístico del aumento del número de lectores, o una consecuencia de la más superficial forma de lectura denunciada por los pesimistas. También parece sentado que los niños leen más que los adolescentes y jóvenes, es decir, que los niños leen menos cuando dejan de ser niños, para dedicarse a otras cosas que antes les estaban, seguramente, vedadas. Por ejemplo, según un estudio de la Kaiser Family Foundation, los niños americanos de entre 8 y 18 años dedicaban 21 minutos a la lectura de libros en 1999, frente a 25 en 2010. También ha aumentado su pertenencia a clubes de lectura, mientras que nadie podrá acusar a los jóvenes de no leer libros largos: las sagas de Harry Potter o Crepúsculo se prolongan durante miles de páginas; más dudoso es que este lector dé luego el paso que lleva hasta Proust. De acuerdo con datos de 2012, un 37,9 por ciento de los norteamericanos leyeron libros como forma de ocio en 2012, actividad que ocupa un honroso puesto en la lista de entretenimientos favoritos tras la salida a cenar y el recibir a amigos en casa, superando por poco a la proverbial barbacoa. Significativamente, menos de un 25 por ciento de americanos estaban leyendo un libro en 1957 cuando se les preguntaba por ello; en 2005, este porcentaje subió al 47 por ciento. Ha aumentado también el número de lectores en dispositivos digitales.
En Europa, los españoles nos encontramos en la cola de siempre, entre los países con menor número de lectores, junto a Portugal y Grecia, frente a la abundancia de ellos en los países nórdicos y Gran Bretaña. La OCDE matiza que la mejor comprensión lectora se encuentra en Finlandia, Canadá, Nueva Zelanda y Australia. En nuestro país, de acuerdo con los sucesivos Barómetros de Hábitos de Lectura, se declara lectora en torno a la mitad de la población, sin que eso, como se ha señalado, diga mucho sobre qué clase de lector se sea. Finalmente, hay datos con los que uno no sabe qué hacer: el 68 por ciento de los españoles que leen libros electrónicos los ha pirateado, solo el 7 por ciento de los norteamericanos que leen libros los elige gracias a una reseña crítica.
Es inevitable que los datos sean poco concluyentes y muestren tendencias antes que certidumbres; estamos, realmente, en un momento de transición. Pero acaso convenga ordenar esta conversación, para saber, al menos, de qué estamos hablando.
¿Hablamos de lectura de libros o de lectura a secas?
Nos preocupamos por el futuro de los libros como forma de transmisión del conocimiento y de conformación de la conciencia individual debido al valor especial que les atribuimos como instrumento, pero es indudable que cada vez más gente sabe leer en todo el mundo y que la eclosión de internet y sus derivados nos hace leer más menudo y no menos. Nos pasamos el día leyendo fuentes diversas de información y leyendo a los amigos, a quienes también escribimos continuamente (hasta el punto de que la vieja llamada telefónica se ha convertido en un acto violento que requiere de especial justificación). En ese contexto, los libros son un continente más entre muchos y no pueden jugar el mismo rol que cuando carecían de rival. Parece difícil, por razones evidentes, que el libro pueda recuperar ese terreno, en caso de que alguna vez lo tuviera y no suframos el espejismo de una edad de oro libresca situada en un pasado indefinido. Algo de esto se deja ver en la cursilería con la que se celebra públicamente la cultura del libro, especialmente en nuestro país, donde, misteriosamente, leer una novela equivale a contemplar una rosa, aunque esa novela nos cuente las dimensiones del gulag estalinista. No se trata tanto de apegarnos a la forma cultural que es el libro, sino de considerar si sus funciones son monopolio del mismo o pueden ser cumplidas análogamente por otros medios, por otras formas de transmisión del conocimiento y la experiencia.
En cuanto a la calidad de esa lectura, las acusaciones de superficialidad pueden estar justificadas. Si la lectura es discontinua y está sujeta a múltiples distracciones, la concentración es menor y también lo es la capacidad para comprender textos complejos. ¿Es esto una tragedia, producirá perjuicios a la sociedad en su conjunto, o solamente un daño susceptible de evaluación en términos humanistas? Sostenía Steven Johnson, en su reseña del antecitado libro de Carr para el New York Times, que la crítica de la lectura superficial no puede ignorar aquello que se gana con la actividad multitarea, es decir, una mayor variedad y abundancia de interconexiones con los demás que producen indudables beneficios individuales y colectivos. Si leemos menos libros, pero sabemos más, ¿ganamos con el cambio? Michael Suárez, director de la University of Virginia Rare Book School y editor jefe de las ediciones académicas clásicas de Oxford University Press, lamenta que la lectura dispersa propiciada por la red desemboque en la incapacidad para dar sentido a una información sobreabundante; sin embargo, sin esa misma red yo nunca habría encontrado su opinión en la edición digital la revista de la Universidad de Virginia. Se plantea aquí otra vez la dificultad de discernir si lloramos lo conocido o lo valioso, si la perspectiva de una sociedad distinta ha de aparejar necesariamente el juicio sobre su bondad o maldad a partir de los estándares vigentes en la nuestra.
¿Nos preocupamos por la lectura indistinta de cualquier tipo de libro o por el conocimiento de los libros fundamentales?
Hablar de la lectura de libros en general, como suele hacerse cuando se celebra románticamente la cultura libresca, supone dejar a un lado variables fundamentales referidas a aquello que se lee: hablar de un libro metafórico que contiene todos los libros no es demasiado útil. ¿Es mejor leer 50 sombras de Grey que ser suscriptor del Financial Times o el Die Zeit? Seguramente, el lector de la prensa de calidad no es lector de malas novelas, de manera que, si consideramos el beneficio general para la sociedad democrática, parece mejor tener a ciudadanos informados antes que a consumidores de literatura de masas. O sea, que no es indiferente el tipo de libro del que hablemos cuando nos refiramos a los beneficios de su lectura. Ahora bien, ¿qué significa mejor en este contexto? Si lo que medimos es la felicidad del lector, probablemente no haya diferencia alguna entre la satisfacción que obtienen los lectores del Financial Times y los de Ruiz Zafón. ¿Qué es lo que se defiende cuando se defiende el libro, qué funciones del mismo deseamos preservar?
Sucede que, si adoptamos un punto de vista utilitarista desligado de los intereses colectivos, nada nos impide situar en el mismo plano la petanca, los videojuegos y la alta literatura, porque todos ellos proporcionan satisfacción a quienes las practican; igual que, ya puestos, una larga siesta. El libro es el emblema de la sociedad humanista, un instrumento central a esa cultura y a la fe en el progreso que le es característica. ¿Seguro? En este punto, se presenta el aguafiestas que nos recuerda que los verdugos de Auschwitz leían a Goethe y escuchaban a Schubert mientras las cámaras de gas aniquilaban judíos en el edificio de al lado. Y es verdad; pero también lo es que se trata de un argumento tramposo. Cuanto mayor sea el número de ciudadanos informados y lectores cultos, más rica es una sociedad, más sofisticado es su debate público y menor la propensión a las disfunciones colectivas. También se puede ser feliz bajo un cocotero caribeño, al margen de la Historia, como apuntaba Sánchez Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, pero resulta difícil discutir que vivimos en sociedades que, lejos de ser perfectas, son las más prósperas y justas conocidas. Ahora bien, cuál haya sido el papel concreto del libro en ese progreso es asunto distinto. Ya dice socarronamente Gabriel Zaid que “creer en los libros como medios de acción o no creer es ante todo eso: creer o no creer”. Y añade:
Una cosa es la importancia de ciertos libros y autores, otra su renombre, otra la venta efectiva de ejemplares, otra la lectura de los mismos, otra la asimilación y difusión del contenido, otra los nexos causales entre los fenómenos anteriores […] y los hechos observables en el comportamiento social.
De alguna manera, el libro es un símbolo, pero también un instrumento. Es un instrumento de domesticación humanista, un medio de transmisión del conocimiento que parece más razonable que la pura transmisión oral en sociedades analfabetas. Dicho esto, las malas ideas también están contenidas en libros: tan libro es el Protocolo de los sabios de Sión como el Código Penal que señala las penas por incitación al odio racial. Por eso, hablar del libro en singular y sin mayores especificaciones no acaba de tener mucho sentido; deberíamos hablar abiertamente de la cultura humanista del libro, en sus distintas encarnaciones y manifestaciones, como una forma de cultura que nos parece más bella o útil y digna de ser preservada, si es que su preservación puede decretarse. Los lectores deseamos la generalización o difusión de una cultura en la que el libro juegue un papel central; si es posible, con especial mención a nuestros autores favoritos. Pero no está claro que el mundo vaya en esa dirección.
¿Defendemos el libro o el mundo de los libros y su estética?
En una entrevista concedida al New York Times, Kanye West, prodigio musical contemporáneo, ha hablado con elocuencia de su propia relevancia, comparándose con Steve Jobs y declarando: “Yo entiendo la cultura. Estoy en su núcleo.” ¡Y tiene razón! Pero no se trata de la cultura culta, sino una cultura popular cada vez más indistinguible de aquella. ¿Cuántos lectores de Balzac saben quién es Kanye West? ¿Sabe Kanye West quién es Balzac? Probablemente no, pero, si en vez de Balzac ponemos a Thomas Pynchon, que ha llegado a aparecer en un episodio de los Simpsons y va a ser adaptado al cine por Paul Thomas Anderson, quizá la respuesta sea afirmativa. A este respecto, la reflexión de John Stuart Mill sobre los placeres inferiores y superiores no ha perdido vigencia. Sostenía el filósofo británico que solo quien se haya familiarizado con ambos, puede juzgarlos comparativamente; y así es. El jugador de videojuegos piensa que el lector de Hegel se aburre mortalmente, mientras el lector de Hegel puede llegar a disfrutar del videojuego. Tal vez no llegue a hacerlo; pero puede elegir.
Sucede que las condiciones sociales que facilitan la producción de lectores ejemplares están desapareciendo o, cuando menos, resultan cada vez más difíciles de reproducir. Las dinámicas de formación del gusto operan lentamente, a través de formas difusas de transmisión y aprendizaje: de los dos hijos de un padre lector, uno hereda su gusto por los libros y el otro no, mientras que uno de los hijos de un señor sin lecturas termina siendo un apasionado consumidor de literatura. En general, los hogares con libros producen más fácilmente hogares con libros, pero la competencia a la que estos se enfrentan a comienzos del nuevo siglo hace menudear las largas sobremesas de lectura que crean un hábito perdurable. No subestimemos el atractivo intrínseco a las redes sociales, generalmente consideradas: si David Foster Wallace dejó dicho que los libros sirven para mitigar la soledad, qué mejor forma de no estar solo que estando con otros. De nuevo, es difícil decidir si el adolescente solitario gana más identificándose con Holden Cauvfield o charlando con los amigos, salvo que atribuyamos un valor intrínseco a la tradición cultural y literaria occidental. Y podemos hacerlo, podemos decidir que hay mejores y peores formas de pasar el rato, pero no esperar que los vecinos cojan nuestras bromas sobre Perec cuando nos los encontramos en el descansillo. Porque quizá los raros seamos nosotros, no ellos. El mundo de los libros, alimentado y autorreproducido por los libros mismos, convertido en signo de estatus por sus practicantes, va perdiendo fuerza irremediablemente a medida que la sociedad se hace más democrática y quizá más banal, pero seguirá siendo cultivado por minorías nada menores, al menos durante un tiempo.
¿Está siendo el libro desplazado a los márgenes por las nuevas tecnologías?
La relación del libro con las tecnologías de la información no se limita al simple fagocitamiento de aquel por estas; es mucho más ambigua e incluye no pocos beneficios para el libro y los lectores. Es indudable que su aparición, como antes las de la radio y la televisión, disminuye el papel del libro y de otras formas impresas de comunicación como forma de transmisión de conocimiento y recreación ociosa. Basta ver una adaptación cinematográfica cualquiera de la novela decimonónica, para advertir que el libro constituía el pasatiempo monopolístico de las clases alfabetizadas: literalmente, no había mucho más que hacer si se quería hacer algo provechoso. Pero, incluso para quienes no leían o manifestaban su propósito de leer algún día sin llegar a cumplirlo, el libro era el horizonte cognitivo habitual. Ahora, es solo una de las variadas formas de transmisión de información y emociones disponibles para el ciudadano medio. De ahí que el libro no pueda conservar su papel central, aunque quisiera.
Pero no todo son malas noticias para la producción, distribución y consumo de libros. Buscarlos, encontrarlos, leerlos es ahora más fácil que nunca. Esto no solamente vale para el nuevo libro electrónico, sino para el libro de siempre, cuyos ejemplares raros pueden ser rastreados a través de portales tan poderosos como Amazon o, entre nosotros, Iberlibro, donde a menudo se encuentran también precios inmejorables (sobre todo si se lee en inglés). También es más sencillo buscar información sobre sus autores, saber de opiniones ajenas, leer reseñas críticas.
A cambio, la transformación de los hábitos del lector sí parece afectar a dos símbolos tradicionales de la cultura del libro: las librerías y las bibliotecas. Aunque estas últimas no perderán su función archivística, que encuentra en la digitalización de fondos clásicos una tarea relevante, se enfrentan a ahora a no pocos problemas a la hora de establecer una nueva relación con sus socios y con las editoriales que les proveen de fondos. Si el libro digital termina generalizándose, ¿seguirán siendo necesarias las bibliotecas? Si la misma piratería que socava las ventas digitales se hace extensible a los ejemplares descargados de una biblioteca, ¿tendrán interés las editoriales en cederlos? ¿Se mantendrá su dotación presupuestaria cuando disminuya el número de usuarios? En cuanto a las librerías, gozan todavía de buena salud, pero esta presenta signos de deterioro. Si los consumidores pueden comprar el libro de papel a precios ventajosos en portales digitales o directamente a las librerías, o comprar sus libros electrónicos por medios electrónicos, las librerías perderán parte de su relevancia. Jonathan Burnham, vicepresidente de HarperCollins, declaró al New Yorker que una librería contiene un elemento azaroso, de búsqueda y hallazgo inesperado, que sería lastimoso perder; sin embargo, no está claro que ese sea el mejor argumento para defender las librerías frente a la red, porque cualquiera que haya curioseado por Amazon sabe que allí también terminamos en un lugar muy distinto de donde habíamos empezado. Por otro lado, probablemente sean las librerías con un cierto sentido de comunidad y un criterio propio en la selección de libros las que más sentido conserven en el futuro próximo, pero son también las que con menor facilidad podrán ofrecer precios competitivos que no disuadan a los lectores.
De alguna manera, la aparición de las nuevas tecnologías es una bendición para los lectores veteranos, que pueden disfrutar de las ventajas que proporcionan las plataformas digitales, la abundancia de información y los mejores precios disponibles. Y lo mismo, solo que con mayores ventajas, puede decirse del lector de prensa o revistas periódicas. Esa franja generacional ocupa el centro de un continuo en cuya parte alta se sitúan lectores que no llegan a familiarizarse con los medios digitales y mantienen intactos sus hábitos de información y lectura: desde lectores de ABC a suscriptores de Círculo de Lectores. Por debajo, vienen los jóvenes, que se socializan en la cultura a través de las nuevas tecnologías, que forman parte de sus vidas desde el principio. De la relación que establezcan estas cohortes con el libro de papel y el digital, dependerá en buena medida el futuro del libro. Y también, en gran medida, qué forma adoptará este.
¿Seguiremos hablando del libro a secas o el libro será ya necesariamente un libro con prefijos y adjetivos?
Ninguna conversación sobre el futuro del libro puede dejar de un lado la cuestión de su forma. O sea: qué pasará con el libro de papel, qué formato emergerá del desarrollo tecnológico, en qué medida el libro del futuro seguirá siendo reconocible como tal por los lectores tradicionales. James Warner publicó en McSweeney’s una sarcástica pieza sobre el libro del futuro y en ella describe así su aspecto a la altura de 2020:
Los futuros ‘libros’ vendrán con banda sonora, motivos musicales, gráficos en 3-D, y vídeos en streaming. Estarán reforzados por comentarios sociales, online dating, y alertas de aplicaciones de geo-red cada vez que alguien de tu ciudad compre el mismo libro que tú – lo que sea con tal de que no tengas que leer el libro en sí. Los autores harán su propio marketing, el lector será responsable de la distribución, la sabiduría de las multitudes se ocupará de corregir el texto, y la mano invisible del mercado llevará a cabo la escritura (en su caso). Los escritores responderán viralmente o salvajemente [by going viral or by going feral].
Por su parte, el neurolingüista Horst Müller especulaba, en conversación con Die Zeit, con la posibilidad de que el libro del futuro venga equipado con sensores, una cámara y módulos conectados a Internet, de manera que un viajero será informado por el libro de los monumentos cercanos; incluso, sugiere, podremos hablar con los libros. Y quizá no hace falta llegar tan lejos, pero, igual que la industria cinematográfica llegó a creer hace unos años que el futuro sería el 3-D o no sería, puede darse la tentación editorial de pensar que el libro ha de explotar las posibilidades digitales existentes y venideras, a fin de atraer a los jóvenes o simplemente por sucumbir a la tentación de hacer cosas en lugar de no hacer nada.
Pero ¿son estos artefactos un libro, aquello que entendemos hoy por un libro? Probablemente sí, si cumplen las viejas funciones del libro o las mejoran. Otra vez, sirve de poco hablar de libros sin hacer más distinciones, porque un libro de viaje sirve para algo distinto que un libro de poesía, un manual de macroeconomía o una gramática alemana. Las filigranas tecnológicas tienen más sentido para unos que para otros. En cuanto a la diferencia entre el libro de papel y el libro electrónico, ya se ha mencionado antes que los aspectos sensoriales juegan un papel relevante para el lector acostumbrado al primero: el olor, el tacto, su cualidad de fetiche. Hay otros aspectos del objeto que están ligados a su uso, como la mensurabilidad de su contenido, su dimensión espacial, la facilidad para ir de una página a otra o subrayarlo y tomar notas. Es difícil saber, no obstante, si estamos apegados a esas características por costumbre o por su valor intrínseco; si el libro electrónico es menos que el libro de papel y en qué sentido, exactamente, lo es.
Theodor Adorno, severo como él solo, lamentó la aparición del libro de bolsillo por el efecto que produciría sobre el contenido del libro y su rango institucional: una devaluación simbólica que lo aproximaría a la cultura de masas y lo separaría de las altas esferas del saber. Desde este punto de vista, la digitalización vendría a reforzar la reproductividad técnica del libro, por citar el famoso ensayo de Walter Benjamin sobre la pérdida del aura de las obras de arte en la modernidad. Singularmente, el libro de papel podría ser el encargado de conservar esa aura en un futuro dominado por los libros electrónicos, de manera parecida a cómo la reaparición del vinilo cumple funciones nostálgicas para los amantes de la música. ¡También se siguen enviando postales! Nos encontraríamos entonces con un objeto valioso al margen de su función, valioso, por lo tanto, por razones estéticas antes que cognitivas. Michael Agresta se ha referido a esta posibilidad en las páginas de Slate: “A medida que pierde su valor tradicional como recipiente eficaz de textos, las otras cualidades del libro de papel – que van desde su rol en la historia literaria a sus inimitables posibilidades de diseño, pasando por su potencial belleza material – ganarán en importancia.” El aura, sin embargo, será para quien pueda o quiera pagársela; el libro digital, para los demás. Pero este será un futuro aún lejano, porque el mundo está lleno de libros de papel y semejante stock no se agotará mañana.
Al lado de todo esto, tenemos los dilemas industriales. ¿Por qué tipo de libro hay que apostar, qué márgenes pueden conservarse, qué se puede aprender del impacto digital en otras industrias culturales, como la música o el cine? También aquí reina un vago desconcierto. Russell Grandinetti, ejecutivo de Amazon, declaraba al New Yorker que la verdadera competición no se da entre el libro de papel y el libro electrónico, sino entre el libro y otras actividades – ver la televisión, navegar por la red, los videojuegos – que luchan por el tiempo libre de los ciudadanos. Su diagnóstico parece certero, porque esperar que el singular estatus cultural y simbólico del libro ayude a preservarlo es quizá una muestra de voluntarismo que no va a ninguna parte. Y eso, por no mencionar una cultura de la gratuidad, especialmente viva en nuestro país, que dificulta no poco las cosas.
La imposibilidad de una conclusión
Más que un futuro discernible, el libro parece tener muchos futuros posibles, sin que pueda descartarse en absoluto que su porvenir termine siendo una combinación de las distintas posibilidades contenidas en el presente. Hay aspectos del mismo que pueden anticiparse con cierta seguridad: los libros electrónicos ganarán lectores, los libros académicos y profesionales serán electrónicos, el libro de papel tardará mucho en desaparecer y quizá nunca lo haga. Pero hay otros muchos que no pueden anticiparse, porque es pronto para ello y el comportamiento de los jóvenes socializados directamente en las nuevas tecnologías sigue siendo un misterio.
A decir verdad, la supervivencia del libro en un contexto crecientemente tecnologizado tiene ya algo de incongruente; pero eso, bien mirado, dice mucho sobre su utilidad. También, si se quiere, sobre su capacidad de seducción: el mundo literario y cultural que gira en torno a los libros sigue gozando de atractivo; siempre habrá minorías fascinadas por Nabokov y los cafés literarios. Es quizá una lástima que esas minorías no se conviertan en mayorías, pero el sueño ilustrado del refinamiento social avanza a una velocidad bien discreta. Y la propia pluralidad de las sociedades liberales contiene una pluralidad de fascinaciones: de los existencialistas a la filatelia, pasando por el senderismo y el bricolaje. Se diría que el libro seguirá ocupando un cierto lugar en esa amplia oferta, bien como instrumento auxiliar, bien como fin en sí mismo, ya sea en forma tradicional o electrónica.
En cambio, el libro sí parece condenado a perder parte de su protagonismo en los debates públicos, sin que nunca lo haya tenido garantizado. Hay libros que han marcado una época, porque las ideas que contienen han renovado la conversación pública directa o indirectamente: el fin de la historia de Fukuyama, el choque de civilizaciones de Huntington, la tabla rasa de Pinker. El libro sigue siendo el formato más adecuado para el desarrollo cuidadoso de argumentos y para su recepción lectora. Pero este es otro asunto de minorías, de aquellas que producen los libros y los leen, correspondiendo a los medios de comunicación la amplificación posterior de sus tesis. Es previsible que los libros sean, en cada vez mayor medida, un medio de comunicación más en una sociedad caracterizada por la sobreabundancia de medios y formas y prácticas comunicativas.
Es difícil dar más detalles sobre el futuro, sin incurrir en la fantasía o el dogmatismo. Cuando del porvenir del libro se trata, entran en conflicto dos fuerzas: la tentación del pesimismo y el consuelo del optimismo. Es posible que avancemos hacia otra sociedad, con sus propios estándares, ni mejor ni peor que la que tenemos, y que el papel del libro en esa sociedad sea marginal o inexistente. Pero también es posible, hasta probable, que esa sociedad venidera no sea tan distinta como nuestros hábitos imaginativos gustan de representarla, y en ella el libro, sea cual sea su soporte tecnológico, conserve un cierto papel y una cierta importancia. Es imposible saberlo. El futuro del libro está en el futuro.
Published 11 September 2013
Original in Spanish
First published by Letras Libres 8/2013
Contributed by Letras Libres © Manuel Arias Maldonado / Letras Libres / Eurozine
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