La libertad de la novela

Ag Apolloni: ¿Cómo se siente un escritor español cuando escribe novelas, sabiendo que la novela (en prosa) fue revelada por España (Cervantes)? Entonces, ¿cuál es la relación que tiene usted con esta tradición?

Javier Cercas: España no tiene una gran tradición de novelas –si se compara con la tradición de Inglaterra o de Francia, quiero decir-, pero tiene a Cervantes, que es casi un milagro, porque no solo crea de golpe la novela moderna, sino que prácticamente la agota, en la medida en que en el Quijote están, como en germen, todas o casi todas las posibilidades futuras del género: los novelistas que hemos venido detrás nos hemos limitado a desarrollarlas, a acabar de colonizar el territorio que él creó. No conozco un caso semejante en la historia de la literatura universal. Pero, por fortuna, mi tradición no es solo la española, sino –aparte de la tradición universal- la del español. Quiero decir que yo siento que también pertenecen a mi tradición el argentino Borges, el mexicano Rulfo o el colombiano García Márquez, porque todos escriben en mi lengua. En este sentido me considero un privilegiado, porque la tradición de la narrativa en español se ha enriquecido enormemente gracias a los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX.  De hecho, creo que lo que han hecho esos grandes escritores, empezando por Borges –para mí, el más grande de todos-, es devolver a la narrativa en español el lugar de privilegio, en la tradición Occidental, que sólo tuvo con Cervantes.

En los años 20 y 30 del siglo pasado, los filósofos modernos como Ortega y Gasset y Walter Benjamin hablaron de “la muerte de la novela”. Luego, la posmodernidad ha desvanecido la pureza del género. ¿Cómo ve usted, la novela hoy?

Bueno, de la muerte del género se habla casi desde su mismo nacimiento, o al menos desde su nacimiento como género serio, equiparable a los demás géneros clásicos (a mediados del siglo XIX los hermanos Goncourt ya hablaban de ella). Yo lo que creo es que los novelistas que hablan de la muerte de la novela están muertos o medio muertos como novelistas. Si se compara con la poesía o con el teatro, la novela es un género recentísimo, que está en pañales, y obviamente su futuro depende de lo que hagamos con ella los novelistas: si nos limitamos a repetir fórmulas caducas –empezando por las fórmulas de la vanguardia-, la novela acabará muriendo; pero podemos no hacerlo. De hecho, la garantía de la perdurabilidad de la novela está en su misma naturaleza, una naturaleza infinitamente libre, maleable, versátil, que permite a la novela cambiar constantemente a medida que se alimenta de otros géneros; así se puede leer, de hecho, la historia de la novela: con Balzac asimiló la historia, con Flaubert la poesía, con los grandes novelistas alemanes de la primera mitad del siglo pasado asimiló el ensayo, en los últimos tiempos parece querer asimilar el periodismo etc. Eso es la novela: un monstruo omnívoro y mutante, que cambia a medida que asimila otros géneros y que expande sus propios límites. A mí, sin ir más lejos, me dicen con frecuencia que mis novelas tienen algo de crónica, de ensayo, de filosofía, de historia, de biografía, de autobiografía; y es verdad, pero eso es porque la novela permite la convivencia en su seno de todos esos géneros, que se retroalimentan entre sí. La novela goza de una libertad de la que tal vez no goza de ningún otro género literario. Eso es un privilegio y quizá también –insisto- la principal garantía de su perdurabilidad, a condición de que sepamos aprovechar aquella libertad y renovarnos constantemente.

El narrador en su libro “El Impostor” a menudo reitera “La ficción salva, la realidad mata”, lo que parece hacer eco al dicho de Nietzsche: Tenemos el arte para no morir a causa de la verdad. ¿Usted ve la literatura como un refugio de la tormenta de la realidad?

Obviamente, sí; pero también como la mejor forma de entender la realidad. La literatura es un refugio, y también un arma de guerra, un instrumento de conocimiento. De todos modos, la literatura no siempre es ficción. Lo digo por la frase de El impostor, que cambia de significado a medida que transcurre la novela (mis novelas, como el rock and roll o la música de Bach, se construyen a base de repeticiones y variaciones, también de leit-motivs que van cambiando de significado a lo largo de su recorrido). Es evidente que necesitamos la ficción, porque la realidad es siempre insuficiente, cuando no es terrible y excesiva, abrumadora. “Human kind cannot bear too much reality”, dice el verso de Eliot, y es verdad. Pero lo cierto es que también necesitamos la realidad, no podemos sólo vivir de ficciones. Esto es lo que no entiende el protagonista de El impostor, que se inventa una vida entera –una vida heroica, épica, sentimental- para redimirse de la grisura cobarde, mediocre y espantosa de su propia vida, convirtiéndose en una especie de monstruo, en el mayor impostor de la historia, como le ha llamado Mario Vargas Llosa. No podemos vivir sin la ficción, pero tampoco podemos vivir sin la realidad.

Un personaje de “Soldados de Salamina” dice: A mí me parece que un país civilizado, es aquel donde un hombre no necesita perder su tiempo con la política. Su opinión alrededor de la relación política-civilización, ¿es como la de este personaje o diferente?

Es ligeramente diferente. Yo diría que, como la palabra política viene de polis –que significa ciudad- y la ciudad es de todos y nos atañe a todos, todos estamos obligados a participar en la política del modo que sea; pero también diría que un país civilizado es aquel en que la política no invade el espacio privado, no ocupa un lugar excesivo, no se vuelve dramática y obliga a aparcar todas las demás dimensiones de la vida, porque las absorbe todas. Cuando eso ocurre, es que ese país tiene problemas serios, está perdiendo la civilización, está incurriendo en la barbarie. Recuerde aquella maldición china que dice: “Que vivas tiempos interesantes”. Yo no quiero vivir tiempos interesantes, yo quiero vivir en un país aburrido, de un aburrimiento suizo o como mínimo escandinavo, yo soy un gran partidario del tedio público y del sistema político que, por el momento, mejor lo asegura, que es la democracia. La diversión, las pasiones, las aventuras, me encantan, pero en la vida privada, no en la pública: en el amor, en la literatura, en el cine o en la música. En el resto, un aburrimiento mortal.

Cuando leo sus obras, veo dos métodos: el método de investigación (que sigue el caso de Enric Marco) y el método de auto-reflexión (que muestra los dilemas, los problemas y las búsquedas del narrador que presto su nombre). ¿Se relaciona esto con su pasado como periodista?

Nunca he sido un periodista de verdad, aunque mucha gente lo piensa, creo que porque me confunden con alguno de mis protagonistas. Es verdad que desde hace años escribo cada dos semanas una columna en el periódico El país, pero eso, para mí, no es ser periodista. Es verdad, sin embargo, que algunos de mis libros usan procedimientos que usan los periodistas, pero también procedimientos que usan los historiadores, los ensayistas o los filósofos (incluso los músicos o los pintores). Es lo que hablaba antes acerca del carácter omnívoro de la novela. En realidad, mi formación es sobre todo filológica –durante años enseñé literatura en una pequeña universidad cercana a Barcelona-, y creo que la filología me ha enseñado muchas cosas que luego me han sido muy útiles en mis novelas. Y, por supuesto, también he aprendido mucho escribiendo en los periódicos, por ejemplo a decir las cosas más complejas de la forma más transparente posible; o a usar una prosa sintética, veloz, directa. Montaigne decía que no hacía nada sin alegría; yo lo intento, por eso procuro aprender de todo, incluido de responder entrevistas.

El teórico francés, Jean Ricardou, ha dicho que la novela (modernista): no es la escritura de una aventura, sino la aventura de una escritura. ¿Cómo logra convertir el tema en un pretexto para explicar la historia de la creación de la novela?

Surge de una manera natural. Yo digo a menudo –la fórmula recuerda a la de Ricardou, que no conocía- que escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas. Es decir, novelas en las que se cuenta una historia o una serie de historias –a menudo del pasado, de un pasado reciente que todavía no ha pasado-, pero al mismo tiempo se cuenta el proceso de hacerse la novela: mis dudas, mis perplejidades, mis angustias, mis investigaciones etc (o, más precisamente, los del narrador); y esto último es a menudo más importante que lo primero, en todo caso es lo que lo dota de todo su sentido. Creo que lo que ocurre es, entre otras cosas, que no quiero ahorrarle al lector el proceso mismo de hacerse la novela, porque éste forma parte de la propia novela. También creo que es un procedimiento absolutamente opuesto al de la novela realista, que quiere ocultar el hecho de que es una novela; mis novelas hacen lo contrario: muestran sus mecanismos, exhiben su carácter de novelas, y a partir de ahí establecen un pacto distinto con el lector. Y ahora recuerdo que Italo Calvino –uno de los héroes literarios de mi juventud, a quien sigo respetando mucho- decía en una carta que hay libros en los que contar el proceso de hacerse a sí mismos es casi una obligación moral. Creo que es lo que ocurre en muchos de los míos.

Según Faulkner, que usted cita a menudo, el pasado nunca muere, aquello ni si quiera es el pasado. ¿Es esto un entretenimiento con el pasado, como Linda Hutcheon define el postmoderno, o usted está intentando encontrar la moral de las cosas que han sucedido y abrir las cuestiones “cerradas”?

Estoy intentando decir la verdad, o por lo menos buscarla (lo cual inevitablemente significa también abrir cuestiones en teoría cerradas: Walter Benjamin decía que eso es lo que hace la memoria; yo creo que la literatura, que es otra forma de la memoria, también lo hace). Quiero decir que vivimos en una especie de dictadura o tiranía del presente, en gran parte provocada por el poder abrumador y creciente de los medios de comunicación (este poder tiene consecuencias muy buenas, pero también muy malas). Para los medios, el presente es sólo hoy, ahora mismo; lo que pasó ayer, esta mañana, es el pasado, historia, y lo que pasó hace un mes es casi la prehistoria, algo que está en los archivos y en las bibliotecas y que interesa a algunos frikis como yo, pero que no tiene nada que ver con el presente. Esto es una falsificación total de la realidad, que impide comprenderla (al menos comprenderla en toda su complejidad). El pasado, y sobre todo el pasado del que todavía hay memoria y testigos –que es el que me interesa a mí y el que aparece en mis novelas- no es pasado sino presente; es decir: es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Por eso yo no escribo novelas históricas; yo escribo novelas sobre el presente, pero sobre un presente más amplio que el que habitualmente se considera presente, un presente que abarca también ese pasado reciente. Y, desde este punto de vista, muchas de mis novelas son –sin que yo fuera siempre consciente de ello, sobre todo al principio- una especie de combate contra la dictadura del presente.

Cesare Pavese dijo que lo que recordamos no son los días, sino los momentos. Una novela escrita por usted se llama “Anatomía de un instante”, ¿Cuáles el valor de los momentos en la historia?

En algunos casos, decisivo. Es lo que ocurre con instante en torno al cual gira Anatomía de un instante, ese momento en que, el 23 de febrero de 1981, seis años después de la muerte de Franco, unos militares nostálgicos del franquismo entran a tiros en el Parlamento español con la intención de terminar con la democracia y tres hombres deciden permanecer en sus asientos en vez de tumbarse en el suelo como hacen todos los demás (y como era lógico hacer: cuando te disparan, te proteges). En ese momento no sólo cristaliza el destino de esos tres personajes decisivos de la historia de España, sino también el destino de mi país: ese fue el verdadero final de la dictadura, el verdadero inicio de la democracia y el final de tres siglos de guerras civiles y golpes de estado militares. Por supuesto, yo no sabía nada de eso cuando empecé a escribir el libro; lo descubrí a medida que lo escribía, o más bien al final, porque la literatura es siempre una operación de conocimiento (si no, no es literatura). Así que es verdad: hay momentos en que parece que se decide la historia, la personal y la colectiva, momentos cebados de sentido. La cuestión es averiguar cuáles son.

¿De dónde viene el deseo por escribir novelas sin ficción?

Más que un deseo fue una necesidad, o así la sentí yo en determinado momento. Para mí escribir una novela consiste en formular una pregunta compleja de la manera más compleja posible (y no contestarla, o al menos no contestarla de manera clara, inequívoca y taxativa, sino ambigua, contradictoria, poliédrica, esencialmente irónica: en realidad, la respuesta a la pregunta es la propia pregunta, es decir, la propia novela). Y, como cada pregunta es distinta, la manera de formularla debe de ser necesariamente distinta. Dicho de otro modo, cada novela debe encontrar sus propias reglas Pues bien, en determinado momento comprendí que, en algunas de mis novelas, necesitaba prescindir de la ficción. Por ejemplo en Anatomía de un instante. Como contaba antes, ese libro está centrado en el último intento de golpe militar ocurrido en España, el 23 de febrero de 1981. Es, un poco, el equivalente español el asesinato de Kennedy –es decir, el punto exacto donde convergen todos los demonios del pasado español-, y, después de trabajar durante tres años en él, me di cuenta de que, como el asesinato de Kennedy, ese intento de golpe era una suerte de ficción  colectiva: igual que no hay un norteamericano que no tenga una teoría sobre el asesinato de Kennedy, no hay un español que no tenga una teoría sobre el golpe de estado de 1981, un hecho que, también como el asesinato de Kennedy, está literalmente enterrado bajo montones de ficciones, mentiras, teorías insensatas etc. Así que, cuando me di cuenta de esto (tres años después de empezar el libro), comprendí que no tenía sentido escribir una novela convencional sobre ese asunto, que no tenía sentido escribir una ficción sobre otra ficción, que eso sería redundante, literariamente irrelevante, y que era mucho mejor tratar de desenterrar la realidad escondida por todas aquellas ficciones y escribir con ella un relato sin ficción, cosido a la realidad, aunque no por ello dejase de ser una novela. Bueno, eso es Anatomía de un instante. ¿Una novela siempre tiene que ser una ficción? Mi respuesta a esa pregunta es: ¿y por qué? Justamente Cervantes nos dio a los novelistas una libertad total para hacer lo mejor por nuestras novelas, y, si es mejor para una novela prescindir de la ficción, ¿por qué no hacerlo? Ese es quizá el problema de los novelistas: que tenemos una enorme libertad y que no siempre nos atrevemos a hacer uso de ella.

Los autores, para decir la verdad necesitan una máscara. Su máscara es el narrador. Pero su máscara tiene algunas características de usted, incluso su nombre. ¿Por qué?

De nuevo: porque mis novelas la necesitan o me parece que la necesitan. Pero, si se fija, esa máscara no es nunca exactamente la misma, siempre es distinta, aunque es verdad que a menudo se parece a mí, y a veces mucho. La primera vez que usé la máscara de Javier Cercas fue en Soldados de Salamina, porque en un determinado momento me di cuenta de que todos los personajes del libro llevaban nombres reales –de hecho, el libro puede leerse como una especie de falsa crónica-, y comprendí que el narrador-investigador también debía llevarlo y que ese nombre no podía ser otro que el mío. Simplemente, el libro lo necesitaba para ser coherente consigo mismo, con las reglas que él mismo había creado. Por lo demás, es verdad que la máscara es lo que nos oculta, pero sobre todo es lo que nos revela –“máscara” es lo que persona significa en latín-, de manera que esos Javier Cercas de mis novelas son probablemente más yo que yo mismo.

Sé que muchos escritores evitan la cuestión de la influencia, incluso los críticos en lugar del término influencia han comenzado a usar el término “compañía”. Leyendo sus obras he notado que usted se asocia con Borges, Bolaño, Roth, Coetzee, etcétera. ¿En qué principios ha elegido su “compañía”?

Lo de las influencias es efectivamente complejo, porque los escritores no siempre somos conscientes de ellas (cuando no tratamos de engañar o de despistar con ellas). En cuanto a los escritores que menciona, sin duda el más importante para mí es Borges, a quien –como a Kafka- empecé a leer con quince años y a quien todavía no he dejado de leer –igual que a Kafka-: para mí es, simplemente, el mejor escritor en español desde Cervantes, y uno de dos o tres mejores del siglo veinte en cualquier lengua. Philip Roth es un gran escritor y he leído muchas de sus novelas, pero me parece bastante irregular y no creo que haya sido muy importante para mí. Me gusta mucho Coetzee, que me parece uno de los grandes escritores vivos; y, en cuanto a Bolaño, bueno, fue sobre todo un amigo, además de ser también un escritor excelente. Pero me temo que tanto a Coetzee como a Bolaño los conocí demasiado tarde como para que ejercieran una apreciable sobre mí. Ojalá lo hubieran hecho. Como decía Picasso, la originalidad no consiste en no parecerse a nadie, sino en parecerse a todo el mundo.

 

Published 21 February 2019
Original in Spanish
First published by Symbol 14/2018 (Spanish version)

Contributed by Symbol © Ag Apolloni, Javier Cercas / Symbol / Eurozine

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