Hacia una ciudad sin ciudad
El Fórum es una muestra más del viejo anhelo de convertir Barcelona en modelo de ciudad ordenada, estandarizada, socialmente vigilada, sin paradojas ni conflictos, en suma, una ciudad sin todo aquello que define una ciudad. Ésta es la transcripción de la conferencia que diera Manuel Delgado con motivo de la presentación del libro La otra cara del Fórum de las culturas.
Es bien cierto que se ha querido y se ha conseguido que Barcelona sea un modelo. El Fórum Universal de las Culturas lo confirma una vez más. Pero un modelo, de qué. La respuesta es que Barcelona ha sido un modelo de proyecto alucinado y visionario de ciudad, juguete en manos de planeadores que han creído que sus designios y la voluntad ordenadora de las instituciones a las que servían eran suficientes para superar y hacer desaparecer los conflictos, las desigualdades, los malestares, los fracasos. Modelo de una vocación fanática de transparencia, su destino ha sido constituir una ciudad leíble y, por lo tanto, obedecible. Y obediente. Modelo de simplificación identitaria, en la búsqueda de una personalidad colectiva estandarizada que sirva al mismo tiempo para crear cohesión ciudadana alrededor de los valores políticos hegemónicos y la esquematización propia de un producto comercial como otro cualquiera. Modelo de un intervencionismo tecnocrático que concibe el plan urbano como plano moral. Modelo de despotismo centralizador, que ha hecho poco para promocionar la democracia participativa, que se ha aprovechado del debilitamiento del movimiento vecinal y que se ha mostrado hostil contra unos movimientos sociales cada vez más activos. Pero lo más importante es que todas las políticas urbanísticas desarrolladas en Barcelona han sido guiadas, en los últimos veinticinco años, por la voluntad de modelar la ciudad y modelarla no sólo para hacer de ella un modelo, sino para hacerla modélica, es decir, un ejemplo ejemplarizante, referente para seguir de lo que tiene que ser una ciudad plegada a los lenguajes que la ordenaban, ordenándose y mostrándose ordenada.
Barcelona ha sido definida desde la llamada “transición política” por la voluntad tanto de los políticos como de los planificadores de concebirla exclusivamente en términos de propuestas, de acciones inmediatas, de planes generales, de proyectos, de decretos, de tipificaciones. Hemos vivido determinados políticamente por un conjunto de concepciones que parecen guiadas por un afán al mismo tiempo especulador y espectacularizador, que se desentiende de la que tendría que ser la principal misión de toda administración urbana, que es la de crear, gestionar y mantener en buen estado los escenarios dramatúrgicos para la vida democrática -no por la fuerza desconflictivizada- de la sociedad civil. No tenemos razones para estar seguros de que la finalidad de las mejoras que ha experimentado Barcelona en las postrimerías del siglo xx no haya sido la de garantizar las bases escenográficas legitimadoras de un gran proceso de centralización política que ha visto en cualquier expresión de espontaneidad ciudadana una fuente de peligro, además de vender mejor -y más cara- la ciudad a los propios ciudadanos, así como a los turistas y a los inversores extranjeros, es decir, en estimular el consumo de ciudad y favorecer las expectativas especuladoras. Como si a una voluntad sincera de servicio público se le hubiera impuesto la prioridad de generar mercadotecnia y de rentabilizar políticamente las puestas en escena urbanísticas, los nuevos equipamientos y los logros en materia infraestructural. Barcelona, en cuanto proyecto, ha resultado serlo más en el terreno del mercado que en el de la convivencia.
Es razonable sospechar que las políticas urbanísticas que ha conocido Barcelona han sido, en gran medida, la continuación de una vieja obsesión por controlar lo que de incontrolable sucede en las calles. Las planificaciones, las mapificaciones, las delineaciones diarias y las zonificaciones han vuelto aquí -con nueva virulencia- a ser instrumentos que procuran -sin acabar de conseguirlo nunca- monitorizar lo que realmente sucede en el espacio público, la amplia gama de las apropiaciones tan a menudo imprevisibles y mediáticas a las que está sometida por sus propios usuarios, las colonizaciones tantas veces insólitas que constantemente la afectan, y que hacen de ella un espacio natural de las expresiones de libertad, en la medida en que la práctica del espacio sólo se puede dar
sobre la base de los usos diversos de las colectividades.
En última instancia, quizás Barcelona está siendo el último gran experimento de aquella concepción de la ciudad que se inició a finales del siglo xviii, y que aparece ensimismada desde entonces en regular y codificar la maraña de las realidades humanas en que consiste toda concentración urbana. Su objetivo inconfesado sería detener el desarrollo de los esquemas paradógicos y en filigrana de la ciudad, mediante la aplicación de principios de reticulación y de vigilancia que pusiesen fin o que atenuasen la opacidad y la confusión a las que siempre tiende lo urbano.
La celebración del Fórum nos permite ver cómo se cumplen las intuiciones de las pocas voces que, en el momento culminante del llamado “espíritu olímpico”, lo supieron reconocer como un dispositivo puramente retórico al servicio de la tercialización y tematización de Barcelona, de su conversión en un parque de consumo y para el consumo, y de su predisposición a los requerimientos del capital internacional en materia inmobiliaria y turística. Incorporación a la mundialización, nuevas periferias sociales, refuncionalización del espacio urbano, reapropiación capitalista de la ciudad. Todo esto utilizando técnicas empresariales que han hecho de Barcelona un paradigma de lo que hoy se conoce como marketing urbano, una estrategia de promoción y venta cuyo objeto no es otro sino la ciudad misma. Barcelona ejemplifica también cómo este tipo de mercancía exige una adecuada combinación de teorización de las apariencias y de un vocabulario debidamente provisto de invocaciones a valores abstractos, como hemos visto en el caso del Fórum 2004: “sostenibilidad”, “paz”, “diversidad cultural”, etc. Hemos visto igualmente cómo esta comercialización de la ciudad como tal pide una cierta lógica del gran acontecimiento, disposición de oportunidades especiales o sucesos a través de los cuales Barcelona se exhibe como lo que es ahora: un objeto sometido a los principios estupefacientes de cualquier otro objeto de consumo. Como el lenguaje oficial mismo reconoce: una marca de ciudad. Parece que se tratase de liquidar de golpe una de las ciudades más excitantes del sur de Europa, en nombre de un proyecto político-urbanístico que no preveé la existencia de una sociedad naturalmente alterada, en nombre de la quimera imposible de una ciudad arquitectónica, estética y absolutamente politizada -en el sentido de sumisa a la polis o control centralizado sobre lo urbano-, que ignora las agitaciones que la animan. La oposición no se produce entre una ciudad vieja y una ciudad nueva, ni entre una ciudad vieja y una ciudad bonita, sino entre una ciudad socializada y una ciudad de la cual, de repente, se ha expulsado la complejidad humana, el malestar de las clases, toda contradicción.
El objetivo: una ciudad urbanística, es decir, desurbanizada, dotada de poderosos mecanismos antipasionales, tranquilizada. Sueño dorado de una ciudad sin rabia, sin lugar donde esconderse, sin vértigos, sin ciudad. El urbanismo, como una de las fases de la politización de la ciudad, a menudo se comporta como una proyección que pretende orientar las percepciones y las conductas tanto de los grupos como de los sujetos psicofísicos, y que presupone a sus destinatarios como una especie de masa pasiva que se plega sumisamente a sus designios. En los planos y en las maquetas de los planificadores de ciudades no hay personas, sólo hay formas puras, virginales, no contaminadas por otras citas que no sean las de contribuir entusiásticamente a un sosiego absoluto, sin turbulencias, sin alteraciones, sin sustos, aparte de las excepciones que correspondan y cuando correspondan. La Barcelona de los arquitectos y de los urbanistas es una ciudad donde reina la paz eterna, la conformidad, y donde todo el mundo que vive en ella se acerca a colaborar. Ocultando el verdadero núcleo de las dinámicas urbanas a lo largo de la historia, el debate entre los intereses implícitos de una mayoría y la normativización social por medio de la cual se expresan los intereses de una minoría. Los ciudadanos: una especie de excipiente sobre el que se aplican fórmulas y proyectos.
Barcelona ha querido conseguir la Quimera de un espacio racional, higiénico y desproblematizado, habitado por ciudadanos que se acercan en todo momento a colaborar y que asisten entusiasmados a las puestas en escena en las que los poderes que los administran de manera equitativa y amable se exhiben en todo su esplendor. En Barcelona podemos contemplar los efectos de una convicción que los urbanistas y arquitectos suelen tener de que la disposición conceptual de las construcciones determina de manera poco menos que irrevocable la forma en que se desarrollarán en ellas o a su alrededor las actividades sociales. A la descripción minuciosa de los elementos, a su configuración final, se le atribuyen virtualidades mágicas, en el sentido que se está disuadiendo de que -del mismo modo como se dice que les pasaba a los pintores rupestres de la prehistoria- las representaciones proyectuales se convertirán en realidad y establecerán indefectiblemente los significados mentales y prácticos del paisaje producido. Una vez conseguida la coherencia de los planos y de las maquetas, una vez dispuestos los ornamentos y las proclamaciones, ya solamente hace falta esperar que la ciudad así concebida se imponga victoriosa sobre la sociedad urbana de verdad, la real, la que está hecha de fragmentaciones, incongruencias y luchas. Hay bastante con una buena planificación para que el orden de lo imaginario se imponga sobre el desorden de lo real.
Esto es el Fórum 2004, la encarnación dramatúrgica de un proyecto de ciudad armónica, congruente con sí misma y totalmente inteligible; una ciudad gobernada desde presupuestos en última instancia déspotas, con respecto a los cuales el ciudadano debe limitarse a mantener una posición pasiva y colaboradora, limitada a usar de manera adecuada las infraestructuras dispuestas por los administradores y los diseñadores a su servicio, y acudir a las celebraciones autolaudatorias cíclicamente organizadas por las autoridades. Sueño dorado de una ciudad hecha ideología o, quizás todavía mejor, de una ideología hecha ciudad. Toda ella discurso, en el sentido de que en ella el discurso se encarna de forma literal, y, como todo discurso, sin contradicciones, sin paradojas, pura linealidad, pura reversibilidad. Ciudad erigida para ser al mismo tiempo ejemplar e inviable, de espaldas e indiferente a la ciudad real que se extiende a su alrededor, como asediándola. Ilusión de una absoluta coincidencia entre la organicidad planificada, y en la que sucederán las relaciones sociales reales después de la intervención, instrumento autoritario que no se conforma ni se limita a proyectar la forma urbana ni a tener -como resulta necesario- un proyecto general para la ciudad, sino que esta forma y este proyecto pretenden confundirse con las relaciones sociales reales y moderarlas a la imagen y semejanza de una perfección en que no caben el azar ni el conflicto.
Published 18 August 2004
Original in Spanish
Contributed by Lateral © Lateral Eurozine
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