The term ‘hybrid war’ has become synonymous with Russian aggression. It denotes a style of warfare that combines the political, economic, social and kinetic, in a kind of conflict that recognizes no boundaries between covert and overt war. However, this definition fails to recognize crucial distinctions in Russian strategy, writes Mark Galeotti.
Las noticias falsas no son nada nuevo
Puede que en Estados Unidos estén aún acostumbrándose a sus «fake news», pero los bielorrusos llevan años lidiando con la táctica de las noticias fabricadas, relata Andrei Aliaksandrau.
En Bielorrusia, inventar noticias no es una novedad. Una historia que consistía en imágenes espantosas de manifestantes armados con cócteles molotov y otros objetos recorrió en abril los canales de televisión y periódicos del estado. Los manifestantes, afirmaban los reporteros, pertenecían a la Legión Blanca, cuyos miembros presuntamente buscaban encender en Minsk una revuelta similar a la de las protestas del Euromaidán, que se extendieron por toda Ucrania en 2013 y 2014 y contribuyeron a la crisis de Crimea.
Curiosamente, los productores y reporteros de estos vídeos y artículos eran anónimos. No había ni títulos ni firmas, ni tampoco pruebas de que la Legión Blanca, que existió en su día, hubiera llevado a cabo operación alguna en los últimos años. También es curioso que ni la policía ni las fuerzas de seguridad quisieran responder a las preguntas de periodistas y ciudadanos sobre el caso.
Resulta que la historia era una invención con envoltorio de noticia, un fragmento retorcido de la realidad, emitido para sembrar el miedo y el pánico en la sociedad. El mensaje era: No salgáis a las calles a protestar. Quienes lo hacen socavan la paz y la estabilidad.
Se trata de una táctica habitual que lleva años dándose en Bielorrusia, donde las noticias reales se reprimen y proliferan las falsas. Es una estrategia de uso muy extendido en este momento, siendo 2017 testigo de las protestas más intensas que ha visto el país en años, y a las que el gobierno ha respondido con brutalidad.
Bastante próspera bajo el régimen soviético, Bielorrusia sufrió un declive financiero tras la caída de la URSS. En medio del desconcierto económico y político, Alexander Lukashenko llegó al poder. El presidente sigue aferrado a él 23 años después, debido en gran medida a un estricto control de los medios de comunicación. Los ataques a la prensa, a blogueros, a escritores y a periodistas independientes se perpetúan al mismo tiempo que continúan las actividades de la extensa máquina propagandística del estado.
Los informativos de los canales nacionales de televisión —y no hay ningún canal nacional que no sea propiedad del estado— siguen un patrón simple a la par que persuasivo: aquí va una noticia sobre el presidente; aquí está saludando a un embajador extranjero y dando un discurso sobre el papel especial que desempeña Bielorrusia en la estabilidad y la paz mundial; aquí está reunido con el ministro del interior y haciendo una declaración sobre la importancia de preservar la estabilidad y la paz en la sociedad; aquí está gritando al consejo de ministros que tienen que hacer lo que haga falta para seguir sus sabias ideas por el bien del pueblo (por no hablar de la paz y la estabilidad); aquí está visitando la fábrica de una pequeña ciudad hablándoles a los obreros cual padre bondadoso, diciéndoles que él proveerá.
Tras media hora con cosas así, le llega el turno a un caleidoscopio de imágenes del resto del mundo: proyectiles cayendo sobre Ucrania; bombas destruyendo un hospital sirio; algún presidente raro haciendo declaraciones absurdas al otro lado del océano; un terrorista haciendo estallar otra ciudad europea; refugiados, inundaciones, recesiones, gobiernos que colapsan.
Y, después, una historia de niños felices en una guardería bielorrusa. Más imágenes de un país pacífico guiado por un sabio líder que se erige como el último bastión de felicidad, la última isla de estabilidad en un mundo violento.
Pero hay otros tipos de programas en la televisión nacional. Los emiten cuando las autoridades empiezan a notar que la imagen de «paz y estabilidad» que proyectan contradice a la otra realidad: la que la gente ve en las calles y en el trabajo, en las tiendas y en el transporte público, en hospitales y escuelas; la realidad de la vida fuera de la matriz de la propaganda del estado.
A comienzos de 2017, miles de personas de todo el país salieron a la calle a manifestarse. Las protestas fueron provocadas por un nuevo decreto presidencial, el tercero, que multa a quienes no puedan demostrar tener un trabajo o fuente de ingresos oficial. Lo han apodado el decreto «del parásito social». Existe un antiguo término soviético, tuniejadcy, cuyo significado oficial es «parásito»: el «parasitismo» estaba considerado delito en la era soviética, pues se esperaba que todo el mundo trabajase para construir «la sociedad utópica comunista». He aquí una innovación bielorrusa: en lugar de subvencionar a los parados, el gobierno ha decidido multarles.
El decreto solo fue el detonante. La verdadera razón de las protestas es la profunda crisis económica que asola el país. Resulta que la «estabilidad» bielorrusa se trata en realidad de un estado de coma. Nuestra economía, fundamentada en la industria, es herencia de la era soviética y nunca ha pasado por reformas. Estas habrían conllevado la privatización, la modificación de leyes para asegurar garantías al capital, la independencia del poder judicial y un parlamento electo en condiciones, en lugar de uno puesto a dedo por el presidente. Estos pasos, de haberlos seguido, habrían socavado profundamente el régimen autoritario.
Así pues, la economía del país ha llegado hasta hoy sin mayores alteraciones. Durante casi dos décadas se benefició del petróleo y el gas que llegaban baratos de Rusia, así como de préstamos que el Kremlin se podía permitir debido a los altos precios del petróleo y a la necesidad de contar con un aliado cerca. La relación se ha enfriado desde entonces, en parte por la oposición de Bielorrusia a la anexión rusa de Crimea.
La gente comenzaba a notar las dificultades económicas, especialmente en las ciudades pequeñas. Entonces fue cuando llegó el impuesto del «parásito social», que desató las protestas. La gente salió a las calles de Bielorrusia por primera vez desde 2011; en algunos pueblos, no lo hacían desde la década de 1990.
Las movilizaciones recibieron una dura respuesta. La policía arrestó a cientos de personas, a pesar de la naturaleza totalmente pacífica de las manifestaciones. Durante los acontecimientos de Minsk de marzo de 2017, las fuerzas antidisturbios actuaron con brutalidad y arrestaron a alrededor de mil personas. Algunas de ellas eran transeúntes detenidos por error. Otros, periodistas con acreditación en regla.
Aliaksandr Barazenka, cámara del canal Belsat TV, fue detenido durante las protestas del 25 de marzo de 2017 en Minsk. Existe un vídeo de él gritando «¡Soy periodista!» a matones uniformados, que lo agarran y lo meten a rastras en un furgón policial. Más tarde, en el juzgado, los agentes antidisturbios dijeron que Barazenka había estado jurando en público. El juez no prestó la más mínima atención a las claras discrepancias entre sus declaraciones. Barazenka fue condenado a 15 días de detención administrativa, que pasó en huelga de hambre en un centro de detención. Se dieron muchos más ejemplos como estos durante la primavera de 2017. Pero estas historias nunca salen por la televisión estatal.
Pese a todo, aún quedan medios independientes, de un modo u otro, en Bielorrusia. Todavía hay algún periódico no perteneciente al estado, alguna publicación digital que muestra lo que está pasando. Hay blogueros y redes sociales. De hecho, cuando los medios nacionales transmitieron el montaje de los cócteles molotov, emergió un vídeo en internet que revelaba que no había ni policía ni supuestos delincuentes, solo una furgoneta y un puñado de operadores de cámara de la televisión del estado.
Por mucho que se estén contando las historias del periodista Barazenka y de otros manifestantes detenidos, desgraciadamente la realidad delirante y violenta de la televisión nacional prevalece. «Las palabras de los medios están devaluadas. A las autoridades ya no les interesa lo que sabemos ni lo que pensamos sobre ellas», afirmó Viktar Martinovich, escritor bielorruso de éxito, en el Belarus Journal. «Ya no les hace falta público. Están solos. Creen que son lo bastante poderosos, que son eternos. Y nos faltan las palabras para demostrar que se equivocan».
Aquí hay uno que cree que encontraremos las palabras.
Published 23 January 2018
Original in English
Translated by
Arrate Hidalgo
First published by Index on Censorship (Summer 2017)
© Andrei Aliaksandrau / Index on Censorship / Eurozine
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